7 de marzo de 2014

UNA VENTANA ABIERTA. NUESTRA VIVENCIA DE LA IGLESIA CON LA HERMANA CARMEN PÉREZ STJ


Desde “el gusto espiritual de ser pueblo” que nos comunica el Papa Francisco en su Encíclica “La alegría del Evangelio, vivimos esta pincelada. “Vosotros, que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios”.

            ¿No creen Vds. que se tiene y tenemos algunos una pobre vivencia de lo que realmente es la Iglesia católica, e incluso una mala vivencia?

           
Pocas veces pensamos en su tremenda realidad, “tremenda” en el sentido de inmensa, de digna de respeto y reverencia. 

Pocas veces nos abrimos, pensamos lo que Cristo quiso y quiere de su Iglesia, la familia de los hijos de Dios, lo que significa para el hombre: la comunidad de fe, esperanza y amor  que necesita para vivir. La Iglesia es querida por Dios como la plenitud de la gracia que obra en la historia, es el misterio de la unidad de Dios con su creación realizada por Jesucristo.


Es el pueblo que Dios convoca y reúne desde todos los confines de la tierra para constituir la asamblea de todos los que por la fe y el Bautismo han sido hechos hijos de Dios, miembros de Cristo, templos del Espíritu Santo. Las imágenes son muy gráficas: morada, templo, esposa, madre, familia, con todas sus luces y sombras. Es signo, instrumento de salvación, de reconciliación, de encuentro,  de comunión entre todos los hombres. Es establecida por Jesucristo como el sacramento, el gran signo sensible de relación de Dios con el hombre.


Parte del ateísmo contemporáneo es en realidad un anticristianismo, y más concretamente un anticatolicismo y ¿algunos de nosotros, católicos, no contribuimos a ello por nuestra falta de testimonio con nuestra vida y  la falta de coherencia evangélica que no excluye ninguna dimensión de la vida? Todo lo contrario, ser Iglesia supone una dimensión social y un compromiso histórico siempre actual  de la vocación de católico. Su misión es comunicar al hombre el verdadero sentido de su vida, anunciar el amor y el encuentro de Dios con los hombres.


            Henry de Lubac dice que muchas veces le viene a la mente y al corazón lo que dice Tolstoi en Ana Karenina: “no sigas, por favor. Cristo jamás habría pronunciado esas palabras si hubiere sabido el mal uso que haríamos de ellas”. Es algo que puede decirse de la Iglesia y de todo el Evangelio, ya sea porque no lo vivimos adecuadamente, ya sea porque no parece oportuno al mundo de hoy, a sus proposiciones, a sus paradigmas y proyectos. Pero Jesús de Nazaret sabía todo esto, como lo supo en su momento, y las dijo e instituyó la Iglesia. Hizo lo que tenía que hacer de acuerdo a lo que había venido. 


            Hoy dejamos que Henry de Lubac nos comunique el profundo y vital sentido de lo que es realmente la Iglesia de Jesucristo. El nos ayuda a que sea real en nuestro corazón y en nuestra vida. Su “Meditación sobre la Iglesia” - libro muy querido tanto por el Papa Francisco como por Benedicto XVI- la hace también  desde una profunda vivencia y experiencia personal que es plegaria y en la que se siente la juventud de lo eterno. Nos muestra la verdadera actitud ante la Iglesia en cualquier área cultural, en cualquier situación histórica y social. Su reflexión refleja lo que es la conciencia de la Iglesia iluminada por Jesucristo. Las opiniones teológicas no pueden ser nuestra referencia, sino la autoridad de la Iglesia que deriva de su fidelidad a la fe católica recibida de los Apóstoles. Nos hace patente nuestra identidad como miembros de la Iglesia. Cuando vivimos y nos abrimos a lo que realmente es la Iglesia, a lo que vivimos en ella y por  ella, entramos en una comunión de vida y reconocimiento de toda la realidad.


            Nos hacemos una pobre y mezquina medida de lo que es la Iglesia. Nos la hacemos a nuestra mezquina medida. No tenemos coraje para vivir lo que es ser Iglesia, y lo que es la Iglesia para cada uno como decíamos: madre,  familia, comunión, pueblo, asamblea,  Algunos parecemos incrustados en la fe como parásitos pero sin recibir la savia transformadora. Falseamos nuestra condición de hijos de la Iglesia a los ojos de los que nos miran. Pero a pesar de nuestras sombras siempre da luz. ¿Cómo es posible, oh maravilla, se pregunta de Lubac, que siga filtrándose, sin embargo, un poco de luz?


            Es de la Iglesia de donde los grandes reformadores, santos, los grandes protagonistas del amor y la entrega a los demás,  han hecho surgir la llama que iba a renovarla. Sólo en la santidad que posee la Iglesia yace el remedio al pecado que la aflige. Hemos de ver a los sacerdotes, a los pastores, a la jerarquía como lo que son, padres, servidores, seres humanos con todas las limitaciones que tenemos todos. Tienen un papel, una misión para todos nosotros, y nos necesitan tanto como nosotros a ellos. El que los denigra o se desanima a la hora de acudir a ellos, sin haber hecho humildemente este esfuerzo de reconocimiento, es doblemente culpable respecto a ellos.   


¡Ojalá, dice Henry de Lubac, podamos ver en nuestros “jefes” espirituales lo que son realmente para Dios, padres nuestros y que su solicitud sea todo para todos¡ ¡Ojala podamos, por nuestro espíritu de fe, por nuestro comportamientos hacia ellos, por nuestra dóciles exigencias ayudarles a servir como Cristo quiere o, si es necesario, provocarles a ello¡ ¡Ojalá podamos, acostumbrándonos a pedirles consejo, consuelo espiritual y de conciencia, acostumbrarlos, si es necesario, a desempeñar por sí mismos este papel de padres para todos nosotros¡


En la Iglesia de Cristo nos necesitamos unos a otros, somos miembros de un mismo Cuerpo. La vida de la Iglesia fluye a través de todos y cada uno de sus miembros. No seamos fariseos dentro de la Iglesia, no impidamos que fluya la vida.  El seno maternal de la Iglesia es lo bastante amplio como para abrigar a todos. En ella todos podemos encontrar el cobijo necesario, y las fuerzas vivificadoras que necesitamos. La Iglesia se mantiene a pesar de todos nosotros. Y se mantiene por una Fuerza divina. Nada subsiste fuera de ella. Cada día le damos nuevas ocasiones de desconfianza, de cólera, de desprecio, de resentimiento y de blasfemia. Cada día, por la misma Fuerza del Espíritu de Dios, muchas de estas ocasiones se vuelven instrumentos de purificación de la fe. Cada día comprometemos a la Iglesia. La manchamos. Y cada día Dios nos llama a amarle y servirle en ella. La Iglesia somos todos.     

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