“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo. Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir; su tiempo el plantar, y su tiempo el arrancar lo plantado. Su tiempo el llorar y su tiempo el reír. Su tiempo de callar y su tiempo de hablar”. Quizá algunos recordamos este texto del libro del Eclesiastés, un libro del Antiguo Testamento que siempre ha desconcertado. La verdad es que expone la fuerza del anhelo humano con su aspiración a lo infinito, y a la vez los límites que le coartan cuando el hombre se encierra en sí mismo.
Nuestra vida es realmente un camino que vamos haciendo, “paso a paso”. Se hace camino al andar. Los católicos vivimos un tiempo muy concreto de preparación para el gran acontecimiento que es la Pascua de Resurrección, la gran luz y fuerza de nuestra vida, su sentido. La que nos hace reconocer la llamada a la vida. Sí, la llamada a vivir cada uno de nuestros años, días, horas porque si Cristo no resucitó vana es nuestra fe.
Tiempo de renovación, un tiempo de gracia. Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes. Dios nos ama primero y así luego quiere nuestro amor. Vivamos convencidos de que le interesamos cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre y nos busca cuando le dejamos. Si nos convertimos a su amor, encontraremos respuesta a las preguntas que la vida nos plantea continuamente. Creamos con todo nuestro ser que a Dios no le es indiferente el mundo, con todo lo que acontece. Si no es así, ni vivimos, ni sabemos, lo que es creer en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, creer en Jesucristo… Y sigamos sintiendo en nuestro corazón lo que decimos en el Credo, la mejor declaración de amor y confianza que podemos hacer. La puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra, está abierta decir, la manera de vivir el tiempo, nuestro día a día, con la liturgia cristiana.
La liturgia, en general, es el conjunto de ritos que penetra la vida humana mucho más de lo que creemos. Digo todo esto, porque la liturgia no es nada ajeno a la vida humana, como un añadido del que se puede prescindir, y que no corresponde a nuestra naturaleza y a los anhelos de nuestro corazón. Todo lo contrario, necesitamos de ella, porque a través de ella se expresa lo que realmente es nuestra vida. Ni los actos, ni las cosas tienen valor en sí mismos, sólo encuentran su precio en la comunión. Nuestra sociedad tiene sus ritos, sus “encaminamientos”, su jerarquía, su ceremonia, y todo esto requiere saberlo reconocer, saber ver el sentido de trascendencia del hombre, su estar abierto al misterio de Dios. En los actos concretos de nuestra “liturgia” adquirimos conciencia de nuestra religación a la comunidad. ¿Qué significan los valores humanos, amor, las relaciones familiares, el perdonar, la rectitud, la fidelidad, la autenticidad, la alabanza, la acción de gracias, sin una común medida que les dé el valor con la que sopesarlos, sin una forma concreta de vivirlos y expresarlos? Todo esto donde cobra su sentido pleno es en la Iglesia que quiso Jesucristo, la gran familia, que vive del infinito amor misericordioso de Dios. Por eso Benedicto XVI llamaba a los sacramentos: el plan vital, los pilares sobre los que asienta la estructura de los grandes momentos de la vida humana. Nuestra vida de oración es esencial en la liturgia. La fe no es nada etéreo sino que se adentra en el mundo material. Y por los signos del mundo material entramos en contacto con Dios. Dicho de otra manera: los signos son expresión de la corporeidad de nuestra fe. Necesitamos diariamente vivir de la liturgia en todas sus
Tiempo de renovación, tiempo de gracia. ¿Verdad, que tenemos la experiencia de cosas que nunca habíamos visto o palabras que nunca habíamos oído, y de pronto nos encontramos con ellas? Luego, inmediatamente, nos sorprendemos de cómo las vemos u oímos a cada paso. Pero antes hemos estado completamente ajenos. Hay una experiencia más fuerte y más importante por las consecuencias que tiene en nuestra vida. Cosas, pensamientos, hechos que parecen cotidianos y en cambio cuando realmente los vivimos nos damos cuenta de que son tan nuevos que no los habíamos ni siquiera empezado a vivir. Cuaresma, camino de conversión, tiempo de renovación y de gracia. ¿Habremos dado de verdad, una sola vez en la vida, gracias a Dios por haber nacido, de esta manera concreta, de ser hijos suyos, redimidos, salvados? Si las hubiéramos dado una sola vez en la vida, tendríamos experiencia de ello, y no nos sería desconocido, aunque siempre nos sigan brotando nuevos sentimientos de confianza, alegría y gratitud. Pensemos concretamente en nuestros ritos y ceremonias cristianas, que en realidad tienen como objetivo llevarnos a sentirnos “hijos”, miembros de una familia, la Iglesia, herederos de Dios y coherederos con Cristo.
¿Qué sentimos, en concreto, de este tiempo de renovación, de gracia, de conversión? Pero, de verdad en nuestro interior, a solas con nosotros mismos, o también con amigos con los que podamos compartir esta experiencia. Sin tener que adoptar una postura ante nadie, tanto en sentido positivo porque debo dar una imagen, como con un sentido de crítica negativa ante amigos que no son creyentes y lo ven absurdo.
Tiempo de renovación y de gracia nos lleva a la oración, a vivir intensamente el sacramento de la reconciliación. Vivamos el momento en el que se nos pide más intensamente la necesidad de la conversión.. Redescubramos la necesidad de este camino hacia esa Semana que llamamos Santa. Tiempo en el que se nos invita a encontrarnos con lo que es la obra redentora de Cristo: nuestra conversión a Él. Tiempo de reflexión y oración de toda la familia cristiana para vivir esa gran fiesta que centra todo nuestro año: la alegría de la Pascua, la Resurrección, la fortaleza y seguridad de nuestra vida.
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