Las parábolas están proyectadas hacia algo grande, con una mirada a algo nuevo, para que todo se transforme y así todos puedan llegar a la verdadera felicidad del reino de Dios. No estamos solos ni tampoco estamos trabajando en una obra que se pueda decir que es exclusivamente nuestra. Estamos colaborando mano a mano en la creación y construcción de ese reino de Dios. Trabajamos y nos debemos dejar la piel por algo nuevo, algo que lleva el sello de Dios. Porque es el Señor quien construye con nosotros nuestro existir y nuestra propia historia.
Dios desea entrar en nuestras vidas. Es en el encuentro personal con Él, en el abandono, la confianza y la acogida donde se recibe la vida que viene de Dios. Es esa clave la que permite a la semilla ir germinando en silencio, la que la hace brotar y producir ramas: porque se deja regar, fecundar del amor gratuito de Dios. Todo, absolutamente todo, está sostenido y penetrado por el misterio de ese Dios que es gracia, perdón, acogida para todas sus criaturas. Es Él esa fuerza divina que está presente en la semilla, que la empuja al crecimiento, a la madurez, al esplendor, porque actúa en ella.
La parábola no se centra en los méritos y trabajos que debe hacer el agricultor antes y durante la siembra en la tierra, sino en la fuerza vital que Dios pone en el interior de la semilla. Nos lo recuerda el salmo "es inútil que madruguéis, que veléis hasta muy tarde, que comáis el pan de vuestros sudores: ¡Dios lo da a sus amigos mientras duermen!". La cosecha tiene mucho de parte de Dios. La gratuidad, el gran don de la vida nos lo da Dios y sin pedir nada a cambio. La vida es un verdadero regalo.
La semilla crece en el silencio, no hace estrépito ninguno. Es en lo oculto, en la paz sosegada, al reconocer el don gratuito de la vida, donde comienza la gran tarea: la de ser ese gran árbol que dará cobijo a pájaros. Porque es a algo grande a lo que estamos llamados cada uno de nosotros: a tender ramas que cobijen, que sean el hogar y refugio de tantos hermanos que están rotos. Para estar abiertos al necesitado, al hermano, tenemos que salir de nosotros mismos y crear ambientes u oasis que den vida.
Así lo vivió nuestro Padre Domingo, y se dio cuenta que el trigo o la "semilla" amontonada se pudre. El trigo tiene que caer en tierra y dar el ciento por uno. Por eso mandó a sus frailes a predicar, a que diesen el fruto que nace del Evangelio. ¿Cómo? Sencillamente haciendo partícipe de la Buena Noticia a todo aquel que se encontrasen por el camino. ¿Te atreves a ser predicador de la gracia?
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