22 de junio de 2015

EL DIOS DE CADA DIA. MI VIDA ES MONEDA DE VIDA ETERNA. CON LA HNA. CARMEN PÉREZ

Mi fundador S. Enrique de Ossó y Cervelló, tiene un escrito nacido de su experiencia personal, “Un mes en la Escuela del Sagrado Corazón de Jesús”, que ayuda a sentir la sencillez de nuestra vida diaria vivida desde la mirada llena de amor de Jesús, y sentir con alegría que nuestra vida es moneda de vida eterna. Cuando acabó de escribir el libro, el mismo expresaba lleno de gozo: “hoy he acabado el librito del Corazón de Jesús. Creo que os ha de gustar. A mí me gusta porque es muy hijo del corazón y no he tenido apenas ningún libro para hacerlo”.

“Si no os convertís y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos” nos dice el Señor, y hoy siento que eso es lo que he de ser: siempre niña en la “escuela del Corazón de Jesús”. Vivir en la vida real y práctica su amor, como dice S. Enrique, y su gran lema y su gran exclamación:”¡ Todo por Jesús¡”. Aquí estará mi fuerza y alegría.

Yo hago cada día que lo transitorio sea eterno, porque mi vida, cada momento, me dice mi fe en Cristo, es moneda de vida eterna. Y esta es mi responsabilidad definitiva. ¿Qué significa responsabilidad? La exigencia de llevar a cabo la realización de mis posibilidades, “depositar” valor en lo que hago. Lo que sembremos eso recogeremos. El hecho es que la responsabilidad es valor fundamental, que está en la conciencia de la persona, nos permite reflexionar, orientar, tomar decisiones, aceptar y valorar las consecuencias de nuestros actos. La persona responsable actúa conscientemente. Y ¿ante quién somos responsables? Pues en última instancia ante nosotros mismos y ante Dios. Si fuéramos conscientes del gran don que es ser hijo de Dios, procuraríamos un comportamiento que agradara a nuestro Padre, y necesitaríamos vivir de una relación de comunión con todos los hermanos.

Nos puede hacer mucho bien reconocer que la realidad de nuestra vida es que: “yo, por el ejercicio de mi libertad, hago cada día que lo transitorio sea eterno”, como dice Unamuno: “vivir en el tiempo pero anclado en la eternidad”. La vida como responsabilidad significa siempre lo más valioso, nada es indiferente. Cada uno tenemos a nuestra disposición un “tipo” característico de ser. Nuestra manera de amar o nuestra frialdad, nuestra estima o indiferencia, refleja la personalidad íntegra de cada uno. Y, al mismo tiempo somos accesibles a todos los valores. Estamos abiertos a “todo”. Somos capaces de vicios o de virtudes. Somos la misma humanidad percibida desde alguna parte. Es toda la ciudad contemplada desde cierto ángulo, dice Paul Ricoeur. En cualquiera de nosotros caben todos los errores, pero siempre según la forma inimitable de vida que cada uno hemos ido configurando. Hay tantos modos de ser desgraciado como hombres hay. Y claro, cada uno tenemos a nuestra disposición un tipo de liberación, de salvación, de plenitud, característico nuestro.

Cualquier hecho, cualquier acontecimiento, cualquier actitud de una persona puede ser una propuesta. Lo importante es lo que somos capaces de reconocer. Hay que saber mirar la realidad. Cierto, lo esencial es invisible a los ojos que no saben mirar y “no se ve con los ojos sino a través de ellos” como dice Ortega y Gasset. Es verdad que hay dos polos en nuestra vida: el dentro y el fuera, nuestra interioridad y el mundo entorno, ¿pero no tiene que ser el primero nuestro interior? ¿Y no es el núcleo central de nuestra vida sentir la mirada amorosa de Dios como indicadora de nuestro actuar? Por ejemplo, qué importante es vivir momentos en los que experimentas que hemos sido llamados a la vida por Dios, nuestro creador y redentor, vivir encuentros con personas que te interpelan, que nos hacen interrogarnos y admirarnos. Vivir reconociendo la realidad de la presencia de Cristo porque toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos reclama. Y el “sí” de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido, dice Benedicto XVI.

Y todo eso se puede sentir en la normalidad de cada instante. Como experiencia, un día delicioso vivido en un encuentro con familias de amigos. Narro una situación de lo más sencilla, pero significativa. Soy una invitada en esta gran familia, en la que se presiente una propuesta llena de vida, de alegría, porque hay fe y comunión. Se ha rezado el Ángelus, en un clima cálido, en un momento particular en el que sientes el interior lleno de alegría, y en el que todo tiene sentido. Unos avisos que contribuyen al bienestar. Uno de ellos: “procuremos no dejar colillas, papeles, etc.” Es tan humano y agradable todo, que miro, y veo tres colillas. Las cojo con naturalidad, porque como diría Sta. Teresa, hay que “hacer lo poquito que hay en mí”. Se siente que en una situación de vida así sale lo mejor de uno mismo, incluso en algo tan insignificante. Y en esos momentos todo se facilita y se siente necesidad de contribuir a que todo vaya mejor, se desea que se presentaran cosas que después parece no somos capaces de hacer. Porque también hay cantidad de momentos en los que siento que “no soy capaz ni de coger un alfiler del suelo por amor de Dios”, y esta cita también es de Santa Teresa.

En encuentros así todo encaja, y todo tiene su verdadera proporción. Es estupendo vivir con amigos que tienen una visión que lo abarca todo. Pues, al cabo de un rato, comiendo y disfrutando enormemente con la conversación de una profesora de derecho de la universidad, por cierto sobre la ley y el derecho natural, se acerca un chico de veintidós años, y tras un cariñoso y, reconfortante saludo me dice: “me has “obligado” a recoger colillas, ni las miraba porque yo tampoco fumo, y para mí no iba eso, pero me provocaste”. Los que estábamos, sentimos un chorro de luz y de frescura. Formidable que reaccionara así ¿ante algo tan nimio?, eso es la manera de verlo cada uno. como decía al principio. Podemos vivir en un mundo tan frío que los únicos que no tienen frío son los muertos. No podemos ser tan perezosos que ni siquiera nos decidamos a desperezarnos.

“Vida” no significa algo vago, sino algo muy concreto y real como tener unos valores de actitud en cada momento, como para recoger unas colillas que no se han fumado, saber ver “propuestas” que a todos enriquecen, o reconocer cosas sencillas y concretas en nuestro caminar diario. ¿No es una buena lección el “todo por Jesús” en mi sencilla vida diaria, ver el valor de lo cotidiano?, todo instante vivido perdura en mí si pongo fe en lo que hago, en lo que digo, en lo que pienso. El día está lleno de lo que yo haga, y de lo yo ponga. Gracias a los esfuerzos individuales, se respirará mejor en este mundo, la atmósfera no será tan fría. “Quien tal haga, y todos lo debemos hacer, se transformará en Jesús y podrá decir: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, nos recuerda mi fundador.




Querer que Cristo viviera en él, en S. Enrique de Ossó, como dijo S. Pablo, es la expresión más fiel y madura de su espiritualidad vivida desde su vocación sacerdotal, desde la fuerza de su sacerdocio, centrada en la fe, amor y confianza en el divino Redentor. La alegría o gozo del creyente es el mismo Señor. Subiré al altar de Dios, al Dios de mi alegría.

Una anécdota: Una Hermana de mi Congregación estaba sufriendo mucho por una situación familiar; don Enrique la llamó a su despacho y después de que la Hermana le contara su aflicción, le dijo: “ Si dependiera de mí la solución de esto que tanto te aflige, ¿dudarías que se resolvería todo para bien?” Ella contestó sin vacilar: “No, Padre”. Entonces le dijo:”Pues está la solución en las manos de tu Padre Dios que te ama mucho más de lo que yo ni nadie podemos quererte, ¿por qué temes y desconfías?” Y la Hermana experimentó consuelo y verdadera confianza.

“Vida” no significa algo vago, sino algo muy concreto y real como tener unos valores de actitud en cada momento, como para recoger unas colillas que no se han fumado y saber ver “propuestas” que a todos enriquecen. Me es una buena lección el valor de lo cotidiano, todo instante vivido perdura, en mí, si quiero, si pongo fe en lo que hago, en lo que digo, en lo que pienso. El día está lleno de lo que yo haga, y de lo yo ponga. Esta manera de vivir en la “escuela” del Corazón de Jesús lleva consigo la alegría de corazón, la oración, la veracidad, el dar y el aceptar, la acción responsable.

Siendo estudiante en la Universidad leí un libro de esos que como diría Martín Descalzo te abre el corazón y socava tu interior, te sirve de guía cálida y coherente: “Cartas sobre la formación de sí mismo” de Romano Guardini. Hoy, por la reflexión que estamos haciendo sobre nuestro vivir en la “escuela del amor de Dios”, pienso en la carta que dedica a la alegría. Una alegría para la que cada uno puede preparar el camino, y que todos podemos vivir, sea cual sea nuestra forma de ser. Tampoco depende de los buenos o malos momentos, ni de temporadas más o menos difíciles, ni de los demás, ni de “lo demás”. Es la “alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera” que dice el Papa Francisco.

Es una alegría que no la da el dinero, ni las posesiones, ni la vida cómoda, ni el hecho de que los otros nos reconozcan, por más que todo eso pueda influir sobre ella. Procede, como él nos expresa, de las cosas nobles, del trabajo que es un verdadero servicio de amor, de palabras llenas de bondad que nosotros hemos pronunciado o que hemos escuchado. Procede de haberse esforzado con veracidad y valentía contra algún defecto o limitación, de haber ayudado a alguien, de un corazón que sabe dar gracias y pedir perdón, que sabe admirar y reconocer. En una palabra, del verdadero bien que abre el espacio del que lo vive, lo realiza, y produce el ánimo verdadero y libre.

Y por este camino nos encontramos la fuente de la verdadera alegría que reside en el corazón mismo del hombre donde habita Dios. Y Dios es la fuente de la verdadera y perenne alegría. Esta es la gran realidad que nos hace anchos y luminosos por dentro, nos hace ricos, fuertes, independientes de los acontecimientos externos. Lo que pasa exteriormente no puede afectarnos cuando hay alegría interior. Quien tiene alegría, adopta ante las cosas la actitud sana, limpia, correcta. Cuando hay alguna dificultad, algo duro, se ve como una prueba y se acomete con valentía y se vence. Como le hizo sentir S. Enrique a la Hermana: a última hora “todo está en las manos de tu Padre Dios que te ama mucho más de lo que yo ni nadie podemos quererte, ¿por qué temes y desconfías?”

¿Cómo se abre el camino para la alegría? ¿Cómo hay que hacer para que corra impetuosa por nuestro espíritu? Pues nos tenemos que unir con Dios desde lo más íntimo de nuestro ser. Sentirnos ante Él realmente como hijos, volvernos a Él con familiaridad, con la familiaridad del amor del que nos habla Teresa de Jesús: tratar de amistad con quien sabemos nos ama. Mucho más importante que nosotros amemos a Dios, es que es Él quien nos ama. Él ama primero. Acostumbrémonos a volvernos a Dios llenos de alegre confianza, sintiendo en nuestro interior: Dios Padre, Dios fuerte, Dios que me amas, lo que Tú quieras lo quiero yo también. El salmo 42 expresa estos mismos sentimientos: “¿por qué voy andando sombrío hostigado por mi enemigo? Envía tu luz y tu verdad que ellas me guíen. Me acercaré al Dios de mi alegría”.

No necesitamos de dilatadas reflexiones o grandes planes, hay que vivirlo en el momento presente, siempre en la “escuela del Corazón de Jesús”. Acometer resueltamente lo que Dios quiere de nosotros en cada momento, es el proyecto concreto de nuestra vida. Este es el momento que siempre nos corresponde: ahora es el momento del esfuerzo, de la superación en esta obligación concreta. Cada instante lo podemos convertir en lo que realmente es: un mensajero de Dios. Si le prestamos atención adquirimos la madurez precisa para entender correctamente el mensaje, y al darle el “sí”, realizaremos, paso a paso, la tarea de nuestra vida. Entonces tendremos alegría.

Es fácil de entender: esto es lo que tengo que hacer ahora. Y sí, Señor, lo haré de buena gana. Una expresión bien gráfica que decide todo y de la que depende lo demás: no a disgusto, no porque no hay más remedio, no con indolencia y de manera apática, sino de “buena gana”, la gran fórmula pronunciada en nuestro interior. Comentaba con un chico joven la pobre y mala actitud, la “poca gana” con la que muchos van a “cumplir” con el tener que ir a Misa los domingos. ¿Cómo es posible que vivamos así, como una formalidad impuesta, ese momento tan presente y actual de nuestra relación con Dios? ¿A qué amigos, a qué padres les gustaría una relación así, un encuentro así?

Yo quiero que mi corazón sea alegre. Para eso es fundamental que la alegría corra en mi interior, por dentro. No algo externo y pasajero, fortuito, a merced de todo y de nada. Y eso sólo se logra por mi relación y unión con Dios. Dios me ha creado. Dios me ha querido a mí, por mí mismo. Dios es el que me ama de forma única y gratuita. Y como dice C. S. Lewis: Dios diseñó a la máquina humana para funcionar con Él. El combustible con el que nuestro espíritu ha sido diseñado para funcionar, o la comida con que nuestro espíritu ha sido diseñado para comer, es Dios mismo. Dios no puede darme paz, ni felicidad, ni alegría verdadera aparte de Él, porque no existen. Es evidente que la fuente de alegría está en nuestro interior, y en cada instante podemos vivirlo a pesar de todos los pesares. Esta barrera sólo cada uno puede superarla. La palabra “instante” tiene mucha fuerza. Instante, lo que insta, lo que urge, lo que reclama, lo que aprieta la ejecución de algo.

Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: “Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien…no te prives de pasar un buen día. ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras” nos dice el Papa Francisco. ¿Cómo se abre el camino para la alegría? ¿Cómo hay que hacer para que corra impetuosa por nuestro espíritu? Pues nos tenemos que unir con Dios desde lo más íntimo de nuestro ser, sentirnos ante Él realmente como hijos.



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