8 de junio de 2015

EL DIOS DE CADA DIA. LA GRAN REALIDAD DEL AMOR CON LA HNA. CARMEN PÉREZ

¿Cómo nos habla Jesús en el misterio de la Eucaristía? Es un misterio que siempre nos abre a la realidad de salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida, como Él lo hizo, no una individualidad, una realidad llena de nuestras miras preocupaciones y egoísmos, sino una confianza en Él, una certeza, una seguridad de ir de su mano, una entrega a Él y a los demás como es en sí mismo el misterio de la Eucaristía: nos ama hasta el extremo, se entrega hasta el extremo. En la Eucaristía se siente la comunión, se siente la Iglesia, se siente la familia cristiana y se siente la necesidad de que todos conozcan el amor de Dios.

El Nuevo Testamento, podemos decir, que parece nos presenta dos maneras de ser de la figura de Jesús: El Jesús de Nazaret, el Jesús, hijo del carpintero sometido a las contingencias humanas, trabaja, lucha, sufre su destino; vemos todos sus gestos humanos. Los Evangelios nos lo narran. Y el segundo aspecto está enraizado en la eternidad. Desconoce los límites de lo terreno, es libre, divinamente libre, soberano y Señor. “Ya” no hay nada accidental, ni pasajero, todo es esencial. Así lo vivimos de lleno en la Resurrección, en la Ascensión, y en la venida de su Espíritu a su Iglesia. Es verdad que hay un hecho, la Transfiguración que es como un relampagueo, pleno de luz, de lo que será la Resurrección del Señor. Y en la Eucaristía se nos da de lleno todo: porque el amor que sustenta toda la vida de Jesús por los hombres es el mismo Dios que ama “humildemente”. ¿No se ve también la humildad de nuestro Dios en la Encarnación, en su Pasión y Muerte y en la Eucaristía? ¿Hay algo más cotidiano y sencillo que el “pan y el vino”? ¡Qué transmutación de todos los valores para los criterios humanos que no están iluminados por la fe en un Dios que es Padre lleno de amor y misericordia sin medida¡ La humildad de Dios está en la inmensidad de su amor y de su entrega.

Y la gran realidad del Amor de Dio, es lo que se celebra en el radiante y luminoso día de Corpus, llueva o no nos llueva. Fiesta de la plenitud. Fiesta sin sombras, porque no hay nada que, en el fondo, y a pesar de las apariencias, pueda hacer sombra a la gran realidad del Amor de Dios. Dice Chesterton que la fe está continuamente transformando las épocas y no como una religión antigua, sino como una religión nueva. La fe no es una supervivencia. No es que sobreviva la fe en un sentido pobre y moribundo. La fe vive en cada hombre que cree en la gran realidad del Amor de Dios manifestado a los hombres. Y como el amor es nuevo y lleno de vida en cada hombre, también la fe es nueva y viva en cada hombre que la viva. La fe es esa fuerza que, indiscutible e inexplicablemente, está viva. Es esa misteriosa e inconmensurable energía que impulsa el río en sentido contrario.
 


Y hoy, en nuestro mundo concreto, en medio de todo lo que estamos viviendo, con ese tremendo y asesino sentido de la vida humana, de la mujer como desorientada completamente de su grandeza y capacidad ¿a que nos invita esta celebración? A creer en el Amor de Dios, y vivir de Él, a creer en lo que realmente es la vida humana, su sentido, su plenitud. A entrar en el corazón del misterio de la Eucaristía en el que creemos, agradecemos y vivimos. A celebrar con todo el estallido de la alegría más rica y profunda, de la gratitud sin límites, lo que hemos vivido el día de Jueves Santo. Tiene pleno sentido celebrar el día del Corpus en la sociedad católica y celebrarlo de todas las formas de que es capaz el hombre. La celebración del Corpus vive el don que Jesús hace de sí mismo al revelarnos el amor infinito para cada hombre. El sacramento de la Eucaristía es el signo sensible y eficaz de la entrega de Cristo, que perpetúa su presencia hasta su segunda venida. El signo de unidad, el vínculo de caridad, el banquete en el que se recibe a Cristo. La Eucaristía es la fuente y culmen de toda la vida cristiana.

La Eucaristía es el sacramento del amor, y donde hay amor hay esperanza, confianza, seguridad. Lo sabemos: no es la ciencia la que redime al hombre, sólo somos redimidos por el amor. Y esto lo puede comprender cualquiera que piense, sienta, razone. ¿Qué es lo que realmente salva en la vida? El amor, y tanto más, cuanto más grande y fuerte es. No basta un amor frágil, necesitamos un amor incondicional como el que Dios nos da. Y Dios nos ha manifestado ese amor en Jesucristo, y Jesucristo en la Eucaristía. Porque la Eucaristía es expresión de todo, de todo el misterio de Cristo. Su inagotable riqueza se expresa con diversos nombres que evocan sus diferentes aspectos: Eucaristía, Santa Misa, Cena del Señor, Fracción del Pan, Memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, Santo Sacrificio, Santa y Divina Liturgia, Santos Misterios, Santísimo Sacramento del Altar, Sagrada Comunión. Por ese amor, así manifestado y expresado estamos seguros de Dios, de un Dios que no es algo lejano, abstracto, potente causa primera del mundo. Es un Dios que se ha hecho hombre y se ha quedado como contemporáneo de cada uno de nosotros. Y de nosotros depende ya decir como S. Pablo: vivo de la fe en el Hijo de Dios que me ama hasta entregarse por mí, hasta estar siempre conmigo de manera que puedo decir, si así lo quiero: mi vivir es Cristo.

El día del amor, el día de la caridad, o sea el día de la gran realidad del amor. Y esto tiene que traducirse en la vida de los que lo celebramos. Por eso la injusticia en todas sus manifestaciones no puede ser de ninguna manera la última palabra. Vivir la Eucaristía, como el gran sacramento del amor, supone que nuestra fe ha de traducirlo en gestos y signos, toda actuación seria y recta es esperanza en acto, dice Benedicto XVI. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas más grandes o pequeñas; solucionar éste o aquel otro cometido importante para el porvenir de nuestra vida: colaborar con nuestro esfuerzo para que el mundo llegue a ser un poco más luminoso y humano. Y siempre me acuerdo de una amiga que “pone las patitas” necesarias a estas afirmaciones que todos vemos tan claras, pero que podemos dejarlo en eso, en afirmaciones de las que estamos convencidos pero nada más. La vivencia de las celebraciones puede transformar nuestra vida, pueden suponer un verdadero encuentro con nosotros mismos en Jesucristo, y así caminar en la dirección correcta. “Es en la escucha de su Palabra, en el nutrirse de su Cuerpo y de su Sangre, que Él nos hace pasar de ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él”. Nos ha dicho el Papa Francisco.





La celebración del Corpus Christi tiene que servirnos en nuestra vida de un nuevo nacimiento, de un renacer ante lo que diariamente podemos vivir. Necesitamos adentrarnos en el enorme “misterio de fe”. Detrás de lo que llamamos “especies sacramentales”, el sencillo “pan de ángel”, que decíamos cuando nos preparábamos para la primera Comunión, y el “vino de misa” hay Alguien, hay una presencia real. Este Sacramento es el signo de la Eterna Alianza de Dios con los redimidos.

¡Qué bonita oración la de Karl Rahner cuando le dice (tomo sólo algunos de sus deseos): Señor, te contemplamos a ti que te haces presente a nosotros con tu carne y con tu sangre, con tu cuerpo y tu alma, con tu divinidad y tu humanidad. Te adoramos, te bendecimos, te damos gracias. Señor nos postramos ante el sacramento que nos une contigo, hijo del Padre y verdadera Palabra suya, Tú que también eres hijo del hombre. Al comer de este pan permanecemos en ti y Tú en nosotros. Cuando gozamos de Ti nos transformas en Tí mismo y haces que la fe, la esperanza y la caridad crezcan en nuestra existencia. Cuando te recibamos, Señor, ven a nosotros como la Verdad de toda verdad. Hazte presente entre nosotros como esperanza de la verdad permanente hacia la que se orienta nuestra hambre de vida eterna. En el Sacramento del Altar tu humanidad es la prenda de unión con la divinidad. En él tu humanidad nos toca y nos consagra.

¿No es eso lo que sentimos si realmente pensamos en el misterio que es la vida, nuestra vida, “todo” lo que existe, aunque no seamos capaces de conocer, ni de reconocer el “todo”?. Detrás del velo que nos separa del misterio, no hay algo sino Alguien, Alguien que es Presencia, Amor, Creador. De ninguna manera puede ser “algo nebuloso”, sino un Tú ante Quien comprendemos el horizonte que se abre ante nosotros, ante Quien juzgamos y nos sentimos juzgados, conocemos y nos conocemos a nosotros mismos. Y existe eso tan misterioso y de tanta trascendencia que se llama la voz de la conciencia.

No es un algo lo que ha hecho posible la creación de lo conocido, y lo desconocido, sino un Alguien, una Inteligencia. No es un “algo” lo que pide, y reclama nuestro corazón y nuestra cabeza. No es un “algo” lo que nos ha hecho posibles a nosotros, seres “personales”, seres capaces de diálogo, comunicación, comunión, de transformar el mundo, de penetrar en sus leyes, de ser historia y cambiar los rumbos de la historia.

“Detrás del velo que nos separa” del misterio no hay algo, sino Alguien, es una expresión en la que no podemos quedarnos, sino ver lo que trasciende, lo que quiere significar. “El velo que nos separa del misterio”. Necesitamos continuamente de las imágenes, de los signos, de los símbolos. Con esta imagen, con esta expresión quiero hacer sencillamente perceptible una enorme realidad que no cabe en ella. Detrás del velo que nos separa del misterio no hay algo sino Alguien. Hay una Presencia. Charles Stephen Dessain, fundador de los estudios modernos sobre Newman, ha dicho que para Newman el auténtico cristianismo es presencia de Personas. Tengo debilidad por los convertidos, porque reconocen, saben ver, se admiran, se sorprenden. Me ayudan por el reconocimiento que hacen de la realidad de lo que es el cristianismo. Ahí está en concreto esta expresión de Newman, que puede conmovernos hasta lo más profundo de nuestra fe. Y si calamos, con todas las consecuencias, que detrás del velo que nos separa del misterio hay Alguien, entonces comprendemos por qué el auténtico cristianismo es presencia de Personas.

¿Lo radical del ser humano no es ser persona? Todos las Declaraciones internaciones de los Derechos humanos, todos los Tratados, todos los Manifiestos, Leyes, y Jurisdicciones tienen que apoyarse en la realidad de lo que es la persona, única, insustituible, sujeto de deberes y derechos, libre e independiente, de tal manera que desarrolla su vida mediante su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, vividos, en un compromiso responsable y en una constante conversión, maduración, perfeccionamiento. Dice Mounier, que el hombre es una persona encarnada en un individuo. Si la individualidad domina, el hombre se dispersa y se convierte en una cosa, se deshumaniza. Si predomina la personalidad, la comunión, el diálogo, el amor, el hombre realiza plenamente la peculiaridad de su vocación.

Dios, para revelarnos, para decirnos Quien ese Alguien, esa Inteligencia, ese Creador, nos ha dicho que es Persona. En nuestro lenguaje hablamos del misterio de la Trinidad. Un Dios que es Padre, que es Hijo y es Espíritu. Un Dios que nos crea a su imagen y semejanza. Tampoco nosotros somos “algo”, ni tampoco meramente individuos, como explica muy bien Mounier. Somos “alguien”, somos personas, comunión, relación, diálogo. Detrás del velo que nos separa del misterio hay Alguien que es Padre, que es Hijo, y es Espíritu. El amor creador y redentor de Dios se expresa en el Hijo. En Cristo ha asumido nuestra humanidad. Y el Espíritu le vivifica. Pero sólo quiero sentir hoy, por la gran celebración del Corpus Christi, que el auténtico cristianismo es la presencia de Personas. Y así reconocer, a través del velo que nos separa del misterio, a Alguien, y este Alguien es la Presencia personal de Cristo en la Eucaristía. Pero si corresponde completamente con el “Alguien” que es Dios, cuando uno se atreve a creer, ya no puede comprender, ni sentir, ni pensar, ni imaginar otro Dios.

No es nada extraño y ajeno a Dios la enormidad de esta Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. No es una vaga metáfora, insiste Newman. Cristo está presente en ella en la plenitud de su muerte y de su resurrección. Una Presencia sagrada, no como una forma de palabras, ni como un concepto, sino tan real como nosotros mismos somos reales. ¡Qué agradable, qué confianza y seguridad, qué luz y qué fuerza para nuestra vida, acudir, día tras días, con calma y sosiego, a arrodillarnos ante nuestro Creador; acudir, semana tras semana, con nuestras familias y amigos, con toda la Iglesia, a encontrarnos con nuestros Señor y Salvador¡. ¡Qué confortante es el recuerdo de todo lo que hemos recibido, de lo vivido¡ Podemos recordar que nos levantábamos temprano por la mañana para ese encuentro único, o acudíamos al atardecer. Y que todas las cosas, luz y oscuridad, aire o sol, frío o calor, exhalaban algo de Él. De Él, el Señor de la gloria que, estando en lo más alto, bajaba para acercársenos. Sin duda lo tenemos todo, y bien abundante. Tenemos la plenitud. Sólo depende de nosotros saber recibirlo y vivirlo.

Jesús, el Señor Presente en la Eucaristía, desconoce los límites de lo terreno, sigue teniendo nuestra humanidad pero ya divinamente libre y soberana. ¡Qué fiesta tan maravillosamente humana y divina es el Corpus Christi¡            

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