En un pasaje archiconocido, se lamenta San Agustín de haber amado tarde la belleza: “tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva…”. San Agustín nos cuenta cómo, durante toda su vida, fue persiguiendo la belleza y cómo tardó en darse cuenta de que la belleza que él hallaba en las cosas y que no saciaba por completo su ansia de plenitud era sólo una belleza que apuntaba y que le conducía a una belleza mayor, más plena y absoluta: la gran belleza, que, para él, es Dios. En efecto. Dios es “la gran belleza” a la que todos aspiramos, la que vamos persiguiendo cada vez que nos sentimos atraídos y fascinados por las bellezas de este mundo. Pero ocurre (y esto también lo descubrió San Agustín) que ese Dios-Gran-Belleza es el Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, el Dios Trinidad. ¿Por qué?
En primer lugar, porque este Dios Trinidad es un misterio de amor. Dios no es un ser solitario y aburrido consigo mismo, es una “familia” entre la cual existe un amor tan fuerte, tan intenso, tan pleno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que ejerce sobre nosotros una atracción irresistible. Es la atracción que ejerce sobre los humanos el amor, porque el amor es lo más bello. Si Dios no fuera Trinidad, si no fuera comunidad y comunión, difícilmente podríamos decir que “Dios es amor”, porque el amor más bello no es aquel que nos damos a nosotros mismos de forma solitaria y egoísta, sino el amor compartido entre varios, el amor al otro y el amor del otro, el amor puesto en juego y del que goza el otro. Dios Trinidad es comunidad de amor, de ahí su belleza.
En segundo lugar, Dios Trinidad es belleza porque es libertad. Nos recuerda la teología que la pluralidad de las personas divinas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) es un misterio de libertad porque cada una cumple una misión propia, personal, inintercambiable en la historia de la salvación. Y cada una de las personas no sólo “respeta” el papel y la misión de las demás, sino que lo integra como algo suyo, lo sustenta, lo refuerza… El Hijo tiene libertad para entregar su vida por más que le suela al Padre; el Espíritu Santo actúa con libertad en la Iglesia y el mundo. No puede haber un misterio en el que la libertad sea más grande y, a la vez, la unidad de acción sea más estrecha. Por eso nos atrae Dios; por eso su realidad trinitaria resulta bella a la mirada del hombre que busca saciar, a la vez y en medida proporcional, sus ansias de libertad y de amor juntas y no en conflicto.
Por último, la Trinidad está estrechamente ligada con la belleza a través de la persona del Espíritu Santo. Como señaló Juan Pablo II en su “Carta a los artistas”, “en toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de aquel «soplo» con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la creación.” Ello nos recuerda que el soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del hombre, impulsando su capacidad creativa. Lo cual supone para el artista una especie de iluminación interior, que contribuye a unir en él la tendencia al bien y a lo bello. De ese modo, enriqueciendo en él las energías de la mente y del corazón, lo eleva para concebir la idea y darle forma en la obra de arte.
Fr. Antonio Praena
Convento Santa Cruz la Real, Granada
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