Visitar a un enfermo es una actividad que requiere gran responsabilidad. En principio se trata, básicamente, de prestarle atención. Sencillo, ¿verdad? Cuando una persona sufre la enfermedad suele sentirse asustada, aislada y en ocasiones – muchas, doy fe- abandonada. Prestarle atención no es aparecer y ponerse a tiro de su visión dolorida y confusa. Ni soltar lastre con frases hechas, que de nada sirven. Ni saludarle por encima y huir mas pronto que tarde. El primer paso para acompañar a un enfermo que sufre es compartir sus sentimientos aceptándolos como son. Mientras escupe pensamientos dolorosos y emociones nocivas, va respirando más despacio y se siente algo mejor. Sin darnos cuenta, tomamos su ritmo respiratorio y entramos en su espacio sagrado, en el Debir de su existencia. Y él recibe nuestro ritmo como un gesto de amor que le ayuda a vaciarse de recuerdos malos poco a poco. Y nosotros, sin darnos cuenta, hemos borrado los pensamientos personales, asintiendo- espiritualmente- como lo hace una madre que mece a su bebé, recordando cómo la comadrona ajustó su propia respiración a la de ella, para facilitarle el parto. Y nuestro hermano enfermo, que estaba encogido, tenso y bloqueado cuando llegamos, comienza a relajarse, a compartir sus emociones y a expandir su pecho. Y a llorar, que revela confianza en el que acompaña. Es este el espacio de la paz, la puerta de lo sagrado. Es el momento privilegiado para sentir a Dios, que se manifiesta en nuestra experiencia vital. Y sin merecerlo, transitamos el espacio sagrado, ese que no ocupa lugar ni tiempo, que atiza el alma en un acto sobrecogedor y único, en el que la eternidad pone su brizna luminosa. La experiencia de ver brotar el Misterio en una habitación de hospital es un regalo que el mundo debe conocer. Y conviene despojarse de cualquier idea de Dios, por muy razonable que sea. En su presencia inefable no sirve nuestra razón. Lo conveniente es celebrar el Misterio, no encasillarlo. C. S. Lewis aseguraba: “No mi idea de Dios, sino Dios”. César Cid
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