Un 10 de enero, la Beata Sor Ana de los Ángeles Monteagudo partía a la Casa del Padre. “Sor Ana de los Ángeles confirma con su vida la fecundidad apostólica de la vida contemplativa en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia”, dijo San Juan Pablo II cuando beatificó a la religiosa peruana en 1985.
Sor Ana nació en Arequipa, Perú, a los inicios del 1600. Según la costumbre de la época, fue internada en el monasterio de Santa Catalina para su educación e instrucción. Cuando regresó al hogar por decisión de sus padres para casarla, expresó que no le agradaban los halagos del mundo, ni un ventajoso matrimonio. Su deseo era hacerse religiosa, incluso ante la indignada reacción de sus padres.
Se dice que un día tuvo la visión de Santa Catalina de Siena, en el que le mostraba el hábito de las monjas dominicas de clausura. Entonces decide regresar al monasterio.
Sus padres intentaron disuadirla ofreciéndole joyas, pero la beata se mantuvo firme. El papá aceptó, mientras que la mamá le dijo que no regresara más a su casa. La dote para ingresar al monasterio la pagó su hermano Francisco, de quien se conoce fue sacerdote.
Con el tiempo hace los votos religiosos y le añade a su nombre el apelativo “de los Ángeles”. A pesar de las dificultades de la vida en el convento, mantuvo su entusiasmo en seguir a Santo Domingo de Guzmán y a Santa Catalina de Siena.
Más adelante sirvió como Maestra de Novicias, llegando incluso a ser Priora, aun cuando ella decía que no estaba capacitada para el puesto. Algunas religiosas incluso trataron de envenenarla hasta en tres oportunidades.
En todo esto, había descontento con las medidas de austeridad impuestas por Sor Ana y en el que se les exigía que vistieran sus hábitos, sin ningún adorno de oro. De esta manera encabezó con fuerza la reforma del monasterio y para ello amonestaba, corregía, animaba y promovía.
“Sabía acoger a todos los que dependían de ella, encaminándolos por los senderos del perdón y de la vida de gracia. Se hizo notar su presencia escondida, más allá de los muros de su convento, con la fama de su santidad. A los obispos y sacerdotes ayudó con su oración y su consejo; a los caminantes y peregrinos que venían a ella, los acompañaba con su plegaria”, dijo San Juan Pablo II.
Tenía una cercana relación con las almas del purgatorio, a quienes llamaba “sus amigas”. “De esta forma, iluminando la piedad ancestral por los difuntos con la doctrina de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de San Nicolás de Tolentino, de quien era devota, extendió su caridad a los difuntos con la plegaria y los sufragios”, expresó el Papa Peregrino.
En varias oportunidades anunciaba enfermedades de sus allegados, para algunos predijo la cura y en otros casos, la inevitable muerte.
Sus últimos años las pasó en la oscuridad de la ceguera, tenía dificultad para caminar, pero jamás se quejó. Aceptó con humildad sus dolores y sufrimientos y se convirtió en modelo de entrega y de plena confianza en Dios.
La beata murió en 1686 y no fue necesario embalsamar su cuerpo porque despedía un buen olor. Diez meses después su cuerpo fue exhumado y lo encontraron fresco, hasta con flexibilidad comprobada de los músculos y articulaciones y con un singular aroma.
Después de su muerte se reportaron numerosos casos de personas que por encomendarse a la intercesión de Sor Ana de los Ángeles o tocar alguna de sus reliquias, recibían la gracia de la curación. Esto motivó a las monjas catalinas a iniciar el proceso hacia los altares de la que podría ser la primera santa arequipeña.
“Aquel misterio de la Gracia de Dios, escondido en el seno de la Iglesia de vuestra tierra, se hace manifiesto y se revela: ¡es Sor Ana de los Ángeles, la Beata de la Iglesia!”, exclamó San Juan Pablo II.
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