Me ha mandado un amigo un pensamiento de un teólogo medieval Guillermo de S. Thierry: Dios ha visto que su grandeza –a partir de Adán– provocaba resistencia; que el hombre se siente limitado en su ser él mismo y amenazado en su libertad. Por lo tanto, Dios ha elegido una nueva vía. Se ha hecho un niño. Se ha hecho dependiente y débil, necesitado de nuestro amor. “Ahora –dice ese Dios que se ha hecho niño– ya no podéis tener miedo de mí, ya sólo podéis amarme”.
“Ya sólo podéis amarme”, “ya sólo podéis sentiros amados, queridos, mirados” ¡Dios mío¡ si así viviéramos nuestro día a día. Benedicto XVI dedicó uno de sus audiencias generales a este teólogo, que fue el biógrafo de S. Bernardo de Claraval, y nos presentaba la convicción fundamental de este monje benedictino: a cada ser humano se le encomienda una sola tarea: aprender a querer, a amar de modo sincero, auténtico y gratuito. Pero sólo en la escuela de Dios se realiza esta tarea y el hombre puede alcanzar el fin para el que ha sido creado.
¿Es posible ser santo sin sentirse amado por Dios y corresponderle? Y la manera concreta de comunicarnos Dios su amor es a través de Jesucristo con todo lo que implica su venida a nosotros y los “hechos” que han acontecido, que se nos presentan en el Nuevo Testamento, y que en la Iglesia, en nuestra familia, en “nuestra casa”, vamos viviendo durante el año litúrgico. El santo siempre nos transmite esta vivencia de Iglesia, de familia, de casa, de cercanía. Hay tantas maneras de ser santo como hombres hay en el mundo, tantos como circunstancias vive cada uno, pero siempre en la dinámica del saberse amado y amar, de ir por la vida sabiéndose hijos queridos, redimidos, de vivir sin miedo, y, como nos dice el Papa Francisco en “La alegría del Evangelio”, “llenos del deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva”. Y, al vivir las circunstancias propias de su vida y de su tiempo, convencido de que amar a Dios es amar la vida, el santo devuelve la salud al mundo.
Hoy es un día especial para mí, en la Iglesia celebramos la vida, muerte y entrada en la vida eterna de S. Enrique de Ossó, fundador de mi Congregación, Compañía de Sta. Teresa de Jesús. Y no sé, pero de pronto el nombre vuelve a conmoverme, es que es de lo más significativo: “Compañía de Sta. Teresa”: compañía, amistad, vínculo de amor, cercanía, apertura, unión, servicio de un ejército valiente y confiado en su capitán, en marcha. La Compañía es de Santa Teresa, una mujer que ha dejado, y sigue dejando, a través de sus obras y de sus escritos una huella fecunda en la Historia y en la vida de millones de personas. Nos sirve de referencia en nuestro caminar y transmite la riqueza de su humanidad: sobre todo en su trato de amor y amistad con Jesucristo: su camino, su verdad y su vida.
Precisamente este año, que estamos celebrando el V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús es imposible no hablar de San Enrique de Ossó, o “la segunda venida de Sta. Teresa de Jesús”, como escribe D. Marcelo en su biografía. Es imposible conocer a Enrique de Ossó y no conocer a Teresa de Jesús, no engancharse a los escritos de la gran reformadora y fundadora. Enrique vivió del amor a Jesucristo y a la Iglesia que fue propio de Teresa. Y de san Pablo aprendió que perseguir a la Iglesia es perseguir a Cristo, y que amar a Cristo es amar a la Iglesia. Porque la Iglesia es vida, es la vida de Cristo y de todos, es “la comunión de los santos”.
Nacido el 16 de octubre de 1840 en Vinebre (Tarragona), murió el 27 de enero de 1896. No tuvo una vida larga, 55 años, sí intensísima. No quiero contar su vida, ni describir sus obras, sencillamente sentir con Vds. su confianza y su certeza en el amor de Dios entregado a los hombres en Jesucristo, en y por Quien nos da todo y nos pone en camino para nuestra plenitud. Fue un hombre que respondió con todo su ser al amor de Dios, que en él de manera concreta fue la llamada sacerdotal. Con “todo su ser”, como él decía: quien dice “todo nada excluye”. Y claro, su misión fue lo que es central en el sacerdote: llevar con su testimonio, y con todo lo que realizó, el amor de Dios a los hombres y así, por el camino del amor y la misericordia, los hombres a Dios.
Cómo un gran apóstol ha sido visto y sentido, juzgado y valorado por todos los que se han acercado a él desde distintas perspectivas: catequista genial, escritor, periodista, pedagogo, iniciador de revistas y periódicos muy oportunos en momentos críticos, organizador de peregrinaciones, teresianista entusiasta y contagioso, fundador de movimientos de apostolado, y como decía hace un momento, fundador de la Compañía de Sta. Teresa de Jesús dedicada a la educación. Un hombre profundamente práctico, y conocedor de la persona y de la sociedad. También ha sido definido como “el amigo fuerte de Dios” que es lo que quería que fuéramos todos, o “un contestatario leal”. La trascendencia de su labor como catequista y sus numerosos escritos, como “El libro de los amigos de Jesús o La guía práctica del catequista”, hizo que en noviembre de 1998 la Sagrada Congregación lo declarara Patrono de los catequistas españoles.
Hombre de gran humanidad, presentaba ese tipo de vida cristiana que integra todo, sin falsos espiritualismos ni pobres materialismos, una vida según el Evangelio. Testigo en su ambiente del Evangelio con todas sus implicaciones, esto es lo que nos importa, lo que nos puede ayudar en nuestras situaciones concretas. Alcanzó a los niños, a los jóvenes, a los adultos, porque hablaba, escribía y actuaba de la abundancia de su corazón. Sólo el lenguaje de la fe engendra fe. Sólo el gesto de caridad engendra caridad. Se atrevió a creer en todo lo que le tocó vivir, con todas sus consecuencias, en el amor de Dios, la gran realidad de nuestra llamada a la vida. Genial y real síntesis: fe-esperanza-caridad y vida, cuando es vivida como brota del Evangelio de Cristo. Pienso en el encuentro del centurión romano con Jesús: Jesús quedó admirado y dijo al centurión: “Vete que te suceda, según has creído”. Por eso S. Enrique sentía y decía con todo su ser:”Fe viva que hace alcanzar grandes cosas de Dios” O cómo repetía y enseñaba a repetir: “¡Oh virtud de la esperanza, cuanto espera tanto alcanza¡” “Pensar, sentir, amar como Cristo Jesús”. Y su lema de vida: “Todo por Jesús”.
La profundidad de su vida y de su actuación fue directamente proporcional a su compromiso sacerdotal. Pienso en la expresión tan precisa y gráfica de Sto. Tomás de Aquino: nadie puede testificar acerca de algo, a no ser en el modo en que participa de ello. Su vida fue testimonio, y eso es ser apóstol. Alcanzó a todos porque hablaba de la abundancia de su corazón. Llegó a los hombres porque llegó al “hombre”, a su interior, que se despierta y se abre por un encuentro que cambia la vida, como nos decía Benedicto XVI.
Realmente los santos sólo tienen que existir, su vida es una continua llamada a reconocer la realidad.
¡Cuánto puede ayudarnos la vida de los santos¡ Es evidente que su vida es una continua llamada a vivir de la bondad y de la misericordia de Dios Padre, porque dan testimonio de esta bondad y misericordia. El santo comunica esperanza y alegría, “esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad”, nos dijo el Papa Francisco en la ceremonia de canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II.
Somos seres capaces de entrar en contacto con la realidad desde una postura personal y así vivir de manera que el reino de Dios venga a nosotros. Y esta es nuestra historia personal, nuestro contacto con la realidad, la historia de nuestra respuesta ante la realidad. “El hecho externo fecunda a la inteligencia interna como la abeja fecunda a la flor”, es una preciosa metáfora del pensador francés Maritain sobre el conocimiento humano, sobre la riqueza y consecuencias del conocimiento humano que lleva a una vida abierta a la grandeza y poder de Dios que actúan sobre la limitación humana, contando con su libertad.
En la vida de S. Enrique se hace patente la metáfora de Maritain de que “el hecho externo fecunda a la inteligencia interna como la abeja fecunda a la flor”, La realidad histórica que vivió, 1840- 1896 fecundó su inteligencia y su corazón, fue el acicate que le sirvió para “conocer y amar a Cristo, hacerlo conocer y amar”. “La más eficaz de las lecciones y la más inteligible es el buen ejemplo” “Seré siempre de Jesús, su ministro, su apóstol, su misionero de paz y amor”. La petición del Padre nuestro: “venga a nosotros su reino” era su alimento diario. Con esta petición reconocía, y nosotros podemos reconocer, en primer lugar la primacía de Dios: donde Él no está, nada puede ser bueno. Donde no se ve a Dios, el hombre decae y decae también el mundo. En este sentido, el Señor nos dice: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura” Con estas palabras se establece el orden de prioridades para nuestro obrar, para nuestra actitud en la vida diaria.
Hay una anécdota muy gráfica para sentir lo que realmente queremos en la vida, para hacer pie en nosotros, una anécdota que como vulgarmente decimos nos pone “contra la pared”. Comentaba una teresiana: “su corrección no dejaba nunca amargura en el alma. Todas nos sentíamos preferidas en sus bondades, para todas tenía una palabra de aliento. A veces nos sorprendía con esta pregunta: “¿Por qué no eres santa?” “Padre Enrique, sí, lo quiero”, solía ser la respuesta. “No, no, dí, repite, “porque no quiero” Y entonces no nos quedaba otro recurso que decir: porque no quiero”. Lo cual es la gran realidad. Porque de quien depende, ¿de la gracia de Dios o del ejercicio de nuestra libertad?, ¿de la falta de amor de Dios o del reconocimiento en nosotros de que Dios nos ama? Como decía S. Enrique de Ossó: “todo es consecuencia de vuestra falta de fe”. “Si tuvierais fe como un granito de mostaza”… Lo que se nos pide es que hagamos “todo”. Todo lo que cada uno podemos hacer. Quien dice “todo” nada excluye.
Enrique de Ossó vivió lo que posteriormente fue la Constitución pastoral del Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual. Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de su tiempo, sobre todo de los más necesitados en todos los campos, fueron sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias. Nada había verdaderamente humano que no encontrara eco en su corazón. En su peregrinación por la vida vivió como hijo fiel de la Iglesia a la que amaba con su luz y con las sombras que muchos de sus hijos proyectamos sobre ella. Estaba convencido, como auténtico cristiano, de que es la persona del hombre la que hay que salvar, el hombre, todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, y es la sociedad humana a la que hay que renovar. Toda su acción fue un gran servicio a la persona, a la sociedad, a la Iglesia y una reacción positiva, y esto es fundamental, ante los acontecimientos que le tocó vivir.
La vida misma de los colegios de la Compañía de Sta. Teresa de Jesús, en los que me eduqué, fue el horizonte y la llamada para mi encuentro personal con Jesucristo, y como consecuencia de este encuentro mi vocación religiosa, vivida desde la realidad de lo que es la vida entregada a la educación. Recuerdo ahora las palabras del Papa Benedicto XVI en su mensaje para la celebración de la XLV jornada mundial de la paz porque responden completamente a lo que quería S. Enrique de Ossó: la educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Educar significa conducir fuera de sí mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a la persona. El ambiente educativo auténtico es un lugar de apertura al otro y a lo trascendente. Es lugar de diálogo en el que el joven si siente valorado en sus propias posibilidades y riqueza interior. Aprende a apreciar a los hermanos. En ese ambiente se gusta de la alegría que brota de vivir día a día de la caridad y la compasión por el prójimo, de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna. No hay nada más humano, ni más rico y educativo, que la propuesta de Jesucristo al hombre: venga a nosotros tu reino. Su reino es reino de amor, de paz, de justicia, de verdad ¿Qué otra puede ser nuestra respuesta a la llamada a la vida que Dios nos ha hecho? Cada uno según su caudal, según sus posibilidades. Me es muy cercana y me dice mucho la expresión de Teresa de Jesús: poner lo poquito que hay en mí.
Realmente los santos sólo tienen que existir, su existencia es una continua llamada a reconocer la realidad. Para acabar, como vulgarmente decimos, “la guinda del pastel”: su vida como héroe de la caridad. “Si no tengo amor no soy nada. Y si repartiera mis bienes entre los necesitados; y si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tuviera amor, de nada me serviría”. Y con hechos concretos describe D. Marcelo en su biografía, tanto por la riqueza de su actuar como por todas las adversidades, sufrimientos, incomprensiones que sufrió, que la caridad es paciente, benigna; que el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe, no es indecoroso, ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Sólo el hombre fuerte puede vivir, y comunicar paciencia viva. Amar la vida supone tener paciencia con ella. Lo vivo va creciendo lentamente. Una máxima de Teresa de Jesús que se hizo carne y sangre en Enrique de Ossó: “la paciencia todo lo alcanza”, del conocido poema: nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta”.
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