El hecho que transforma la historia, y ésta es la gran certeza de la vida, es la resurrección de Cristo. Si Cristo no ha resucitado nuestra fe es vana.
“Por mucho que cierre los ojos, no por eso el sol dejará de existir”. Sin embargo muchos de nosotros cerramos los ojos, los tenemos cerrados y nos obstinamos en creer que están abiertos. Y nos escandalizamos de no ver lo que nos impedimos ver nosotros mismos. La fe implica un verdadero comienzo. Volverse creyente, es en efecto, un comienzo. Es posible alegar razones en nuestra fe, encontrar explicaciones, descubrir relaciones, recurrir a acontecimientos vividos y hasta concretar pruebas. Pero en la raíz de todo está el hecho de que la fe propiamente dicha es un comienzo de orden existencial. No se puede deducir de nada. No es parecido a un conocimiento que se razona y del que se extraen conclusiones finales. Es más como un despertar, como un abrir los ojos precisamente cuando nos creíamos que los teníamos abiertos, porque realmente somos nosotros mismos los que nos impedimos ver.
“La característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar “toda” la existencia del hombre” nos han dicho Benedicto XVI y el Papa Francisco. La fe nos abre los ojos, nos hace renacer, nace del encuentro con el Dios vivo que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Cualquiera de estas afirmaciones puede servir como expresión que elegimos para designar el hecho de que existe un verdadero comienzo. Detrás de la oscuridad que envuelve el comienzo de la fe, hay un misterio más profundo: la fe como obra de Dios. Mi luz, muchas veces puede ser noche, una noche luminosa. Esa noche que me separa de todas las falsas luces que veo con toda claridad. ¡Oh¡ noche que me guías con más seguridad que la luz de mediodía, podemos decir desde el fondo de nuestro corazón con S. Juan de la Cruz. Cuando Dios se hace lejano, problemático, irreal, puede ser muy bueno llevar hasta el límite esa impresión. Entonces sí que el mundo, nuestra vida, todo, privado de Dios, se muestra absurdo, irreal. Y da la vuelta la situación. A veces parece que no queremos un Dios que es misterio, porque es exceso de verdad, de amor, de realidad. Como si quisiéramos un Dios a la medida que cada uno elige. Seguro que jamás nos gustaría el Dios que “tal persona” se imagina, o que tal persona se empeña en transmitirnos, tampoco el nuestro, claro, le gustaría a ella. ¿Tampoco queremos un Dios que es Alguien, porque en el fondo nos compromete, nos abre a otra forma de vida, nos pone ante Él, en Él, y esto implica un verdadero comienzo que decíamos al principio, un encuentro para vivir? ¿Es mejor ser uno mismo el alguien que grita, que duda, que niega, que critica, que se obstina que encontrar a ese Alguien? ¿No necesitamos realmente el Dios que es un Dios personal, que es nuestro Padre, que nos mira tiernamente, que llega hasta donde nosotros estamos, sea donde sea? ¿No necesita el hombre, todo hombre, la mirada de Dios que es amor, que cuando mira renueva y salva, que es indicadora de caminos nuevos y llenos de sentido para todos sin exclusión?
Jesucristo ha resucitado, su resurrección es el fundamento de nuestra fe. El Papa Francisco invita al mundo de hoy a unirse al evento de la resurrección de Jesucristo que no se hace a través de discursos persuasivos de sabiduría sino en la palabra que vive en la cruz y en la resurrección.
. Se discute si el cristianismo debe esto o aquello al judaísmo, a tales corrientes, a tales mitos. Pero ¿vamos a tener la ignorancia o ingenuidad de creer que lo religión de Cristo excluye todo sentido humano, todo anhelo humano? ¿Abrimos los ojos y luego los cerramos a lo esencial? ¿A quién ha pedido prestado Dios el cristianismo? ¿A quién ha pedido prestado Jesucristo su Evangelio, su salvación, su propuesta? Cierto en Jesucristo “todo se ha vuelto nuevo”. A muchos de nosotros esa expresión del Apocalipsis, “mirad que hago un mundo nuevo” quizá nos había pasado un poco por alto y de una manera experiencial nos conmovió hasta lo más hondo, en la película de la Pasión de Mel Gibson, cuando Jesús es hundido en la tierra bajo el peso de la cruz, se encuentra con la mirada de su madre y le dice: madre todo lo hago nuevo.
La fe tiene un lado divino y un lado humano. Cierto que la fe responde a la realidad precisa de Dios, de su gracia. Todo es obra de Dios. Detrás de esa oscuridad impenetrable que envuelve el comienzo de la fe se oculta un misterio más profundo: la fe es obra de Dios. Dios realiza su obra. Volverse realmente creyente nos conmueve, nos transforma, nos ilumina, nos atrae. Es una historia. Nuestra fe tiene su historia. Decíamos que era un despertar, un verdadero comienzo. No es firme, ni acabada, es vida, y todo lo que es vida, tiene un pasado, un presente y un futuro. La fe, atraviesa altos y bajos, períodos de crisis y de transcursos tranquilos. Por eso la fe a menudo se apoya mejor sobre una dificultad, sobre una incomprensión, sobre una resistencia que sobre una evidencia. Como dice S. Pablo: cuando venga lo perfecto desaparecerá la fe y la esperanza, entonces veremos cara a cara. Pero, mientras, la evidencia y resistencia aparecen íntimamente conjugadas. Una y otra, la evidencia y la resistencia, la paz y la lucha, la luz y la oscuridad permanecen conjugadas. Ambas son necesarias, porque la fe es una plenitud y también una victoria.
Nuestras resistencias, provienen de muy distintas fuentes: unas de graves acontecimientos humanos, otras de ruptura de vínculos afectivos, de enfermedades físicas, psíquicas o morales. Y a la par de esas resistencias, nuestras ansias de infinito, felicidad, de paz, de plenitud, nuestra sed de una auténtica libertad, que se conjugan con la voluntad cristiana. La victoria de la fe es sostener nuestras convicciones cristianas, sin adjetivos, sencillamente cristianas, frente a las circunstancias que sean. Una fe que a través de nuestro vivir diario, nuestra historia personal, va llegando a una especia de “mayoría de edad”. “Nuestra fe: he ahí la victoria que domina el mundo”. Y esto supone que no nos irritaremos ante la carga de la existencia, ante las tensiones, incomprensiones. Nada se arregla por arte de magia, es la victoria de la fe que todo lo hace nuevo.
Es verdad que la Resurrección es un hecho tan desproporcionado para nuestras medidas y nuestras posibilidades que no cabe preguntarse ¿por qué así? Sino sencillamente ponernos ante “lo que es”. Los cuatro evangelistas, los Hechos de los Apóstoles, las Epístolas, el Apocalipsis, tienen como centro y sentido de todo lo que afirman y presentan, un acontecimiento misterioso, ocurrido al tercer día después de la muerte de Jesús. Desde luego rebasa el marco habitual de la experiencia. Jesús de Nazaret, el Maestro del pequeño grupo, al que algunos han considerado el Mesías, a quien sus enemigos han ajusticiado, vuelve a vivir. Y la afirmación paulina no deja lugar a dudas: si Cristo no resucitó nuestra fe es vana.
Dice Romano Guardini que nos encontramos ante una alternativa que alcanza el fondo de las cosas. Si nos tomamos a nosotros mismos como medida de todas las cosas; a nosotros mismos con nuestra existencia humana tal cual es, con el mundo tal como nos envuelve, con nuestra manera de pensar y de sentir, y nos ponemos a juzgar a Jesucristo partiendo de ello, no acertaremos a ver en la Resurrección más que el producto de ciertas formaciones religiosas, el resultado de una incipiente vida de comunidad, es decir, una ilusión.
Cierto, la figura de Cristo exige algo constitutivo en el ser humano para vivir: la fe. Y lo que ella conlleva de esperanza y amor, como podemos ver en nuestra experiencia cotidiana. Sencillamente afirmamos “lo que es”, el hecho de la Resurrección de Cristo como eje del cristianismo. La Resurrección y sus consecuencias eran el Evangelio o la Buena nueva que anunciaban los primeros cristianos. Y así lo han vivido siempre los que realmente son cristianos. Lo primero que a todos llega es el hecho de la Resurrección. Atrevámonos a pensar, a abrir nuestra razón al enorme misterio que es la vida humana. ¿Merece la pena creer en Cristo si esto no es real? Y la Resurrección no es sólo un momento particular, la tumba vacía, las apariciones de Jesús. La afirmación es el estado de resucitado de Jesús de Nazaret, que es ya realmente Jesucristo, el Mesías, el Señor de la Historia, El Ungido de Dios, el Primogénito de toda criatura, la Promesa cumplida. Resurrección, Ascensión y Venida del Espíritu Santo se integran, implican mutuamente y son el meollo de la fe en Cristo.
El cristianismo es la plenitud de la realización humana como inseparable de la persona de Jesucristo, el “Sanador de las heridas de la naturaleza humana”, el Redentor. Cristo es la vida de los cristianos. La Resurrección de Cristo significa ese enfrentamiento decisivo de la Fuerza de Dios, de su Amor, de su Providencia, con respecto al misterio del sufrimiento, de la vida y de la muerte, del mal, del juicio. Sólo hay una palabra aceptable realmente para la historia de la humanidad, la palabra de Aquel que dice: Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque hubiere muere, vivirá. La insistencia es necesaria: esta es la afirmación fundamental de la fe cristiana. Sencillamente “lo que es”. Toda nuestra vida humana está llamada a su plenitud. Dios quiere que lo hagamos viviendo la gratuidad de su amor y viviendo con los demás esta gratuidad. Sintiendo y alimentándonos con su presencia continua entre nosotros, la Eucaristía la celebración del misterio de nuestra fe, el centro de nuestra vida cristiana. Por eso el domingo es el día de fiesta del cristiano, el domingo es la luz en el tiempo.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice: la Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón “día del Señor” o domingo. El día de la Resurrección de Cristo es a la vez el "primer día de la semana", memorial del primer día de la creación, y el "octavo día" en que Cristo, tras su "reposo" del gran Sabbat, inaugura el Día "que hace el Señor", el "día que no conoce ocaso". El "banquete del Señor" es su centro, porque es aquí donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete. Para los cristianos es el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del Señor, El domingo, por la Resurrección del Señor, es establecido como día privilegiado, día de encuentro y de fiesta, día de celebración gozosa de todos, en un ambiente de familia, en el que no tiene sentido decir “me vale o no me vale la misa”, quitársela de encima como algo externo que hay que hacer y con lo que hay cumplir. No tiene ningún sentido.
Vamos a ponernos sencillamente ante “lo que es”: ¿Creo, y tengo toda la razón del mundo para poner mi confianza en Cristo, cuando me dice que va a prepararme un puesto, que no tengo por qué temer lo que hay más allá de la muerte, porque Él se ha apoderado de ese más allá? ¿Creo que cuando cruce ese umbral tan temido, me volveré a encontrar con Aquel en Quien he creído, a pesar de mi poca consistencia, a Quien he amado, a pesar de mis debilidades, y a Quien he servido, muchas veces tan mal? ¿Creo realmente en Jesucristo que pasó por el sufrimiento y la muerte para triunfar de ellos? “Y no se puede comprender a Jesucristo solo, ni a un cristiano solo, sin Iglesia, nos dice de manera clara el Papa Francisco.
Hoy quiero decir, con S. Pablo, como el niño que se agarra de la mano de su padre: muerte ¿dónde está tu victoria? La Iglesia celebra, vive en la Resurrección de Cristo y de la Resurrección de Cristo. Se mantiene a pesar de todos nosotros; y se mantiene por una Fuerza divina. Y nada subsiste fuera de ella. Cada día le damos nuevas ocasiones de desconfianza, dice Henry de Lubac, de cólera, de desprecio, de resentimiento y de blasfemia. Cada día, por la Fuerza del Espíritu de Dios, muchas de estas ocasiones se vuelven instrumentos de purificación de nuestra fe. Cada día comprometemos a la Iglesia. La manchamos cada día y cada día se libra de cualquier compromiso y de cualquier mancha. Y cada día también, a pesar de todo, Dios nos llama a servirle en ella. Como nos dice S. Pablo: “si algunos fueron infieles, ¿acaso anulará su infidelidad la fidelidad de Dios? De ningún modo”. Cada día, a pesar de todas las apariencias y de todo lo que pueda parecernos, vienen a pedirle Vida nuevos llamados, nuevos hombres y mujeres que se han encontrado con Cristo, y sienten la verdadera victoria de la fe. Porque la Iglesia no cesa un solo día de entregarnos a Jesucristo muerto y resucitado por todos hombres. Esa Iglesia por la que el Padre nos libera del poder de las tinieblas y nos transporta al Reino del Hijo de su amor. Repito: No se puede comprender a un cristiano solo, fuera del pueblo de Dios. “El cristiano no es una mónada», sino que pertenece a un pueblo: la Iglesia. El cristiano sin Iglesia es una cosa meramente ideal, no es real” (Papa Francisco).
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