19 de diciembre de 2014

ANTES DE LA PRIMERA NAVIDAD, CON LA HNA. CARMEN PÉREZ STJ

EL DIOS DE CADA DIA. ANTES DE LA PRIMERA NAVIDAD

¿Antes de la primera Navidad? Y he sentido en mi interior el comienzo del Evangelio de S. Juan, ese insondable prólogo al que algún día en la plenitud de la vida eterna nos abriremos: En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios…Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. ¡Dios mío escucharte a Ti, abrirnos a tu revelación, escuchar tu Palabra¡ ¿No es esa la gran necesidad de nuestra vida?

Estaba un día escuchando con toda mi atención a Marko Rupnik, un jesuita de Eslovenia, y asocié los sentimientos que me suscitaba a Teilhard de Chardin, otro jesuita. Leyendo a Teilhard, y viendo y oyendo a Rupnik he sentido que la tierra y la vida es un gran himno al Creador. Se siente en la conciencia una admiración y un estupor ante lo divino omnipresente. Todo un canto del universo al Creador y a Cristo, alfa y omega de cuanto existe. Los dos transmiten un mensaje referido a la vida, a la acción, a todo cuanto ha sido creado y redimido.

Teilhard de Chardin era un geólogo, paleontólogo, filósofo. Marko Rupnik es un artista, poeta, filósofo, teólogo. Creció en la majestuosa belleza de los Alpes eslovenos. Él ha comentado que cuando era pequeño iba con su padre a recoger piedras para preparar la tierra fértil. Su padre hacía un signo de la cruz sobre el campo antes del trabajo, y Rupnik contemplaba cómo las manos de su padre tocaban las piedras y la tierra con una sacralidad litúrgica. Hoy es uno de los artistas importantes del arte sacro, ha realizado muchísimos trabajos. En Madrid puede contemplarse, que yo sepa, la sacristía y la capilla de la Catedral de Almudena, y la capilla del Colegio Mayor San Pablo. Pienso ahora en él como artista del color, en sus sentimientos en torno a la materia. Dice que el color es la luz de la materia del mundo, que el artista quiere. Busca el significado unificador de todo. También desde aquí sentimos algo muy práctico para nuestras relaciones: la unidad en nuestra vida diaria no debe destruir la diversidad, ni anular las personalidades.

Los dos me hacen sentir el universo entero como cuna del Dios que entra en el seno de una mujer y nace como un niño más. Previo a pensar en la sencillez de Belén, he sentido, por estos dos jesuitas, algo así como el “antes de la primera navidad”. La naturaleza, los adornos que preparan la navidad, todos los preparativos, absolutamente todos, el adviento, la corona de adviento, las fiestas que preceden como la Inmaculada, la Virgen de la Esperanza, Nuestra Señora del Parto, los salmos, retiros y silencios, preparación para la celebración de lo que realmente es la Navidad, las maravillosas antífonas mayores, también llamadas antífonas de adviento, toda la maravillosa liturgia, todo, absolutamente todo, como surgido de una tierra, de un humus que esperaba el gran acontecimiento desde la creación del mundo.

Pues estos dos grandes creyentes, estos dos grandes hombres, estos dos grandes testigos, me hicieron sentir que el gran himno al universo se centraba en el nacimiento de Cristo. “Esto dice el Señor: Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial” escribe el profeta Miqueas. Todo, antes de la venida de Cristo, es la preparación para el gran acontecimiento, que marca y señala el sentido de toda la historia: Dios que asume en la naturaleza humana, su propia creación. O su Palabra que se manifiesta en lo que ya era también manifestación suya, el universo entero.

Es cercana la descripción, que nos expone Chesterton en “El hombre eterno”, de las formas para llegar a un lugar. Una, no salir nunca de ese lugar. Y la segunda, dar la vuelta al mundo hasta volver al punto de partida. Pensamos en la segunda. Un muchacho ha vuelto a casa, y desde una gran perspectiva, descubre su propia granja y jardín, que brillan sobre la colina como los cuarteles y colores de un escudo. Un lugar en el que había vivido siempre, y que le había pasado desapercibido, debido a su cercanía y a la enormidad de sus dimensiones. En esa imagen, dice él, reside el núcleo del libro “El hombre eterno”. Pues esta es la imagen que yo quiero poner ante Vds. Eso es lo que me han transmitido Rupnik y Teilhard. Ver así la preparación para la Navidad. Todo lo anterior al gran hecho, al gran acontecimiento. Todo lo anterior como soporte, como cuna, como altar para el Niño que nace. Toda el pensamiento humano, todo el arte, toda la imaginación, todo lo mejor, adorando al Niño que nace.

Dice Theilard de Chardin que todos los tiempos y los espacios, las prodigiosas duraciones que preceden a la primera Navidad, no están vacías de Cristo sino penetradas de su influjo poderoso. El bullir de su concepción es el que remueve las masas cósmicas y dirige las primeras corrientes de la biosfera. La preparación de su alumbramiento es la que acelera los progresos del instinto y la eclosión del pensamiento sobre la Tierra. Todo era espera interminable del Mesías. Eran necesarios para que así comprendiéramos nada menos que los trabajos tremendos y anónimos del hombre primitivo, y la larga hermosura egipcia, y la espera inquieta de Israel, y el perfume lentamente destilado de las místicas orientales, y la sabiduría cien veces refinada de los griegos para que, sobre el árbol de José, y de la Humanidad, pudiese brotar la Flor. Todo lo anterior era el marco para que Cristo hiciera su entrada en la escena humana.

Antes de la primera Navidad: cuando Cristo apareció entre los brazos de María se acababa de revolucionar el Mundo. El Papa Francisco ha señalado que la
Navidad revela el inmenso amor de Dios por la humanidad, y como decíamos al comienzo, en el prólogo del Evangelio de San Juan está el significado más profundo de la Navidad de Jesús. Él es la Palabra de Dios que se hizo hombre y que ha puesto su “tienda”, su morada entre los hombres. “En estas palabras, que nunca dejan de sorprendernos, está todo el cristianismo! ¡Dios se hizo mortal, frágil como nosotros, compartió nuestra condición humana, excepto el pecado, - pero tomó sobre sí los nuestros como si fueran propios - ha entrado en nuestra historia, se volvió plenamente Dios-con-nosotros!”

Sí, una y otra vez, la Navidad revela el inmenso amor de Dios por la humanidad, ahí está la certeza de nuestra esperanza a pesar de sentirnos muchas veces rotos en nuestra vida diaria. Navidad nos dice que somos amados, elegidos, bendecidos, visitados, acompañados por Dios. De nuestra libertad depende mirar el mundo y la historia como el lugar donde caminar con Él y entre nosotros, hacia los cielos nuevos y la tierra nueva. Estamos llamados a vivir así, con profundo gozo y paz interior porque somos amados, elegidos, bendecidos. Aunque nos sintamos rotos, hemos sido redimidos. Él es Dios con nosotros y esta proximidad nunca tiene ocaso.

Antes de la primera Navidad. Y también es inaudito sentir la grandeza y la inmensidad de Dios en dos sencillas personas de una zona desconocida (“¿De Nazaret puede salir algo bueno?”) en el gran imperio romano, en una familia María y José, en espera del nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios.

La omnipotencia y la indefensión, la divinidad y la infancia; Belén es, definitivamente, un lugar donde los extremos se tocan dice Chestertón. La sencillez, lo pequeño, lo pobre, lo desconocido ante los ojos del mundo, es escogido por Dios para hacerse hombre. A María y a José, desde su propia realidad, desde su propia condición y circunstancias concretas, se les pidió fe y confianza en su Señor, se les pidió creer en el amor de un Dios que de esa manera se manifestaba.

Aquí está la buena noticia de la Navidad: la luz, la vida, el espíritu divino que llenó los corazones de la Virgen María y de San José, y guió los pasos de los pastores y los magos, está en nuestro interior y brilla para nosotros hoy. ¿A quién estás esperando? ¿O qué estas esperando? En realidad “el qué estas esperando” implica en la raíz un “a quién estás esperando. Dos preguntas para hacernos precisamente en estos días, que en realidad, como decimos es una: ¿A quién espero en mi vida que sea el Tú que necesita mi yo, y que me ama infinitamente más que todo lo que yo pueda amarme y que nadie puede amarme como él? ¿A quién espero que así pueda acompañarme, apoyarme y me enseñe a ir por la vida? ¿Quién me puede llenar de confianza y alegría siempre a pesar de lo que suceda y a vivir viendo que las circunstancias, “mis circunstancias” son “el tiempo de Dios”? El gran secreto de mi vida, no sé si decir “interior”, es que, todo lo que viva, sienta que es parte del camino hacia mi plena realización, hacia la eternidad, hacia el encuentro definitivo con el Dios de mi vida, y la vida de Dios.

Aunque muchos esperen un “hacedor de milagros”, y más en la situación concreta en que estamos, lo que el hombre necesita y desea en su corazón y en su razón, no es un “hacedor de milagros”. A “quién” realmente necesitamos y esperamos es a Alguien que nos enseñe a amar, que nos muestre nuestra verdadera humanidad, que nos haga exclamar como a María: “Hágase en mí según tu palabra”, que nos lleve a sentir y vivir todo en función del Dios que por nosotros, se hace hombre. Alguien que responda a nuestras necesidades e inquietudes, a nuestros anhelos más profundos. Alguien que nos conmueva hasta lo más profundo de nuestro ser, Alguien con quien necesitamos encontrarnos de tal manera que todo se llene de amor y misericordia, que todo “se haga nuevo” en nosotros: nuestras relaciones, nuestro trabajo, nuestras penas y alegría, nuestros gozos y sufrimientos. Alguien que, como dice Benedicto XVI en su Encíclica “Dios es amor”, dé un nuevo horizonte a la vida, y con ello, una orientación decisiva.

Necesitamos que brote de nuestro interior una admiración, un asombro, un estupor, una conmoción que responda al fin para el que hemos nacido. Un ejemplo concreto de ello son las antífonas de Adviento. Esas admiraciones que brotan del corazón como consecuencia de la plenitud que le admira porque colma nuestras necesidades, y del asombro que produce tanta inmensidad, tanta belleza y verdad, tanto bien y justicia. El Adviento es el tiempo preñado, embarazado, de esperanza y realidad, de preparación de cada hogar, de cada comunidad, de cada parroquia, con su símbolo de la corona con cuatro velas, una por cada domingo de adviento. Cuatro velas que significan la necesidad de iluminar nuestra vida con el amor, la paz, la tolerancia, la fe.

Las antífonas son esos brevísimos pasajes, tomados por lo común de la Sagrada Escritura que se cantan o rezan antes o después de los salmos y de los cánticos en las horas litúrgicas, por ejemplo en los laudes y en las vísperas. Hacen referencia a lo que se ora y se celebra precisamente ese día. Pero, como digo, nosotros hoy pensamos concretamente en las antífonas de Adviento, también conocidas como Antífonas Mayores, antífonas O, porque todas comienzas así y se rezan en la oración de vísperas desde el 17 hasta el 23 de diciembre. Son el asombro y la admiración que brotan del interior, y el eco de las profecías de los profetas, concretadas en las palabras de Isaías.

Cada antífona es uno de los nombres de Cristo, de sus atributos, de sus títulos mesiánicos mencionados en la Escritura y tomados del Antiguo Testamento, pero entendidos con la plenitud del Nuevo Testamento. Son las aclamaciones, no sé si decir los ¡vivas¡, que brotan espontáneos del que está presente ante alguien que le conmueve. Se convierten en el reconocimiento admirado de todo lo que representa para nosotros: Oh Sabiduría Palabra de Dios, Oh Adonai Señor poderoso, Oh Raíz de Jesé renuevo de Jesé (padre de David), Oh Llave de David que abre y cierra, Oh Amanecer oriente, sol, luz, Oh Rey de las naciones, rey de paz, Oh Emmanuel, Dios con nosotros. Y terminan todas con la misma súplica, que sólo tiene sentido si brota desde lo más profundo de nosotros mismos: “¡Ven y no tardes más¡”.

Una curiosidad, se empieza con Oh Sabiduría que brotaste de los labios del Altísimo, abarcando del uno al otro confín y ordenándolo todo con firmeza y suavidad, ¡ven y muéstranos el camino de la salvación, y se acaba con Oh Emmanuel, Rey y Legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro. La última se dice la víspera de nochebuena, o sea el día 23. Las letras iniciales de estas antífonas, (de las palabras en latín): Sapientia, Adonai, Radix, Clavis, Oriens, Rex, Emmanuel, tomadas desde la última, la “E”, forman dos palabras, un ingenioso acróstico, ERO CRAS, estaré con vosotros, que es como la respuesta atenta del Divino Emmanuel a nuestros llamamientos de los días anteriores. Se rezan en las Vísperas, antes y después del Magnificat, el cántico de María. ¡Qué maravilla es la liturgia cuando orienta e ilumina nuestra vida, cuando nos ayuda en nuestro caminar ¡ ¡Qué falta de luz y de aire para respirar tenemos si no la gozamos, vivimos y tomamos fuerza de ella¡

No es un hacedor de milagros lo que realmente se necesita y tiene que esperarse. Así lo dice Jesucristo al pueblo judío, a los escribas y fariseos. No se manifestó como un exhibicionista hacedor de hechos portentosos. Lo más grande que ha acontecido en la historia de la humanidad ha sido la encarnación, y la resurrección de Cristo, su Presencia real y continua en la Eucaristía, y esto no ocurre de manera exhibicionista, propagandística, como una gran operación de marketing, como algo que se lanza al gran público. Eso se siente clarísimo en las antífonas, en las exclamaciones que brotan al hombre que espera la verdad, la justicia, la plenitud o al que se ha encontrado con Cristo.

¡Esta cercanía de Dios al hombre, a cada uno de nosotros es un don que nunca tiene ocaso! ¡Él está con nosotros. Él es Dios-con nosotros! Y esta proximidad nunca tiene ocaso nos dice el Papa Francisco.


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