1 de noviembre de 2015

Solemnidad de Todos los Santos. Con la Hna. Carmen Pérez

    Estamos hechos para el cielo. Nuestros anhelos de felicidad y plenitud son una realidad. Si leemos las claras promesas de Jesús en el Evangelio se ve que nuestros deseos son muy débiles y no tienen comparación con lo que Dios, nuestro Padre, tiene para nosotros sus hijos.
    Tendríamos que saborear más y más las promesas de la Escritura, vivir la comunión de los santos, sentir a los que nos han precedido y están en el Señor. Las lecturas que nos presenta la liturgia para la celebración de la fiesta del día de Todos los santos son una preciosidad que tendríamos que leer y releer constantemente, y más aún en los momentos de dificultad, miedo o angustia. La primera lectura del Apocalipsis es la visión de Juan: vio una muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de todas las naciones, razas y pueblos delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas…El hombre ante el Señor Dios, ante todas sus criaturas celestes y terrestres, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno. En la primera carta de S. Juan leemos: “somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es”. Y en el Evangelio Jesús, después de enseñarnos a reconocer quiénes son los “bienaventurados”, nos dice: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande”. 


    “Nos espera eso, dice el Papa Francisco. Y aquellos que nos han precedido, y han muerto en el Señor, están allá. Y proclaman que fueron salvados no por sus obras, hicieron obras buenas, pero fueron salvados por el Señor. La salvación pertenece a nuestro Dios, que está sentado en el trono. Y Él es quien nos salva y es Él que nos lleva como un “Papá”, de la mano, al final de nuestra vida, justamente a aquél cielo, donde están nuestros antecesores. Uno de los ancianos, hace una pregunta, ¿Quiénes son estos vestidos de blanco, estos justos, estos santos que están en el cielo? Son aquellos que vienen de las grandes tribulaciones y han lavado sus vestimentas, haciéndolas cándidas en la Sangre del Cordero. Solamente podemos entrar en el cielo, gracias a la sangre del Cordero. Gracias a la Sangre de Cristo, y justamente es la Sangre de Cristo que nos ha justificado, nos ha abierto la puerta del Cielo, Y esta esperanza no desilusiona, si andamos por la vida con el Señor, Él no desilusiona nunca”.

    ¿Vds. nunca han pensado que hemos ganado con el Evangelio? ¿Qué hemos ganado en cada época de la historia con Jesucristo? ¿Qué realidad humana se nos presenta? Digo se nos presenta, y no sólo se nos presentó hace más dos mil años, porque el hecho del nacimiento, vida, muerte y resurrección de Cristo es el poder más revolucionario, real, perenne, menos acomodaticio y más cargado de absoluto de todo lo que pueda pensarse. De la libertad y de la responsabilidad del ser humano depende que Jesucristo esté en el corazón de todo, y modele sus juicios a imagen y semejanza de los juicios de Jesucristo. Consiste en comprometerse en la vida, en vivir mucho más a fondo que si permanecemos viviendo de la perspectiva del tiempo fugaz, de las ideologías, de las modas, que son siempre relativas y pasajeras.

    La realidad humana que se nos presenta en el Evangelio no nos separa del presente, para conducirnos hacia la abstracción, las nubes y el sueño. Todo lo contrario, porque el verdadero problema es estar faltos de eternidad. Este compromiso, y vivir mucho más a fondo, no se acomoda para nada a esa palabrería religiosa, a esa inflación verbal que hacemos muchas veces en nuestros proyectos, en nuestras oraciones y propuestas. ¿Qué hemos ganado? El triunfo real del hombre nuevo que nos presentan con sus vida Jesús, María y José, y en la historia humana los Jesús, las Marías, los Josés, los Pedros, los Pablos, los Zaqueos, los Franciscos, las Teresas, los Enriques, los Ignacios, los Balduinos, los Fray Escoba, los curas de Ars, los Tomases, no sigo porque es - y es la imagen del Apocalipsis que decíamos- una maravillosa multitud que nadie puede contar de todas las naciones y tribus, pueblos y lenguas que están ante nosotros en Cristo “vestidos de ropas blancas, con palmas en las manos”.

    ¿Qué hemos ganado? La verdadera y auténtica perspectiva de la vida y de la muerte, su sentido. Porque un verdadero orden social no puede ser puramente externo. Es inhumano que el hombre ignore su más alta nobleza, desviarle de sí mismo y asfixiar en él sus anhelos de verdad, bien, belleza y eternidad. Estamos destinados a vivir para siempre, verdad que Cristo enseñó a sus discípulos: “El agua que yo os daré se convertirá en vosotros en fuente de agua que brota para vida eterna”. Cualquier hombre, con un poco de sentido común y juicio sereno, dirá que fue ésta la grande y solemne afirmación que dio al Evangelio un título especial por el que las multitudes lo escuchaban y se volvieron a Dios con un corazón sincero. No se habla de falsos rituales que habían oscurecido y oscurecen la luz de la razón. Ésta fue la verdad que despertó y despierta a los hombres a la necesidad de una religión más honda y mejor. Hemos ganado una visión nunca vista y pensada por ojo humano. Cuando los hombres damos entrada en nuestra vida a este único acontecimiento que es Cristo, el garante de nuestra vida eterna, se produce en nosotros una profunda revolución. Comprender lo que realmente somos, a lo que estamos llamados; éste es nuestro gran reto. Estamos hablando de lo que corrientemente decimos al hablar de la inmortalidad del alma, de la vida eterna, de la gloria, del cielo, de lo que decíamos con los novísimos: muerte, juicio, infierno y gloria.

    ¿Qué hemos ganado? Saber y vivir el amor que Dios nos tiene para llamarnos hijos, pues lo somos. Saber de dónde venimos y a dónde vamos, saber que estamos destinados a lo que es realmente “vivir siempre” llenos del gozo. Saber, como dice Teresa de Jesús, quién es nuestro Padre, nuestra Madre, cual es nuestra casa. Nuestra verdadera honra no está en las honras pasajeras de los reconocimientos humanos. Está en la gloria eterna, la cual ha ganado para todos con su muerte y resurrección, Jesucristo, nuestro Salvador.

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