15 de diciembre de 2014

UNA VENTANA ABIERTA. LA CORONA DE ADVIENTO, ANUNCIO DE LA NAVIDAD. CON LA HNA. CARMEN PÉREZ STJ

Esta pincelada es gracias a mi amiga Claudia. Los ritos son necesarios en la vida humana siempre que tienen un significado profundo. “¿Qué es un rito?” pregunta el Principito de Saint-Exupery. Es algo demasiado olvidado, es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas, significa vivir de la amistad, “crear lazos”. Y lo que hay que hacer para crear lazos es preparar el corazón.

Los ritos, las ceremonias, nos hablan del “tiempo” de Dios. El Papa Francisco desde el primer momento nos lo está haciendo sentir y nos invita a este encuentro con Cristo, a vivir de nuestra relación con Él: No traigo oro ni plata, sino algo más valioso: Jesucristo. Somos el pueblo de Dios que camina al encuentro con Jesucristo. Nos es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo, como lo estamos sufriendo. 

Esto es lo que sucede en la Iglesia católica en lo que llamamos el tiempo litúrgico: preparamos el corazón para cada acontecimiento porque cada tiempo litúrgico tiene sus propios signos. Afirmaba Odo Casel que el tiempo litúrgico se repite como en una espiral progresiva que va hacia la meta definitiva del encuentro con el Señor: “como un camino corre serpenteando alrededor de un monte, con el fin de alcanzar poco a poco, en subida continua y gradual, la cúspide, así también nosotros debemos recorrer en un plano cada vez más elevado el mismo camino, hasta que alcancemos la cumbre, Cristo nuestra meta”.

El repetirse de las celebraciones, de los ritos, nos ofrece un contacto ininterrumpido con los “misterios” que Dios ha querido revelarnos en Jesucristo desde su encarnación. Y desde estos misterios nos abrimos a toda la historia de la salvación, al antiguo y al nuevo Testamento. Los acontecimientos de la vida histórica de Cristo, conmemorados por el año litúrgico son ejemplos, signos eficaces, referencia para nuestra oración, hechos presentes en el “hoy” de la celebración litúrgica que nos presenta su perenne eficacia. 

Benedicto XVI nos ha dicho que Dios nos da su tiempo. Nosotros tenemos siempre poco tiempo; especialmente para el Señor, no sabemos, o a veces no queremos, encontrarlo. Pues bien, Dios tiene tiempo para nosotros. Esto es lo primero que el inicio de un año litúrgico nos hace redescubrir con una admiración siempre nueva. Sí, Dios nos da su tiempo, pues ha entrado en la historia. El tiempo de la historia de la salvación se articula en tres grandes “momentos”: al inicio, la creación; en el centro, la encarnación-redención; y al final la “parusía” la venida final. Pero es impresionante como Benedicto XVI nos abre al tiempo de Dios: la creación está en el origen de todo, pero también es continua y se realiza a lo largo del suceder de los tiempos. Y lo mismo la encarnación-redención, que tiene lugar en un momento histórico determinado –el período del paso de Jesús por la tierra- extiende su radio de acción a todo el tiempo precedente y a todo el siguiente. Y la última venida y el juicio final, que tienen una anticipación decisiva en la cruz de Cristo, influyen en la conducta de los hombres de todas las épocas. Los ritos y las ceremonias del tiempo de Adviento nos ayudan a vivir en el “tiempo” de Dios, que implica nuestra relación con Él, en dos momentos: esperar la vuelta gloriosa de Cristo, y después nos llama a acoger al Verbo encarnado por nuestra salvación, pues el Señor viene continuamente a nuestra vida. 

Es una realidad en la vida humana lo que comentábamos al comienzo, y que sigue siendo una referencia para el ser humano el libro de “Le Petit Prince”, por la humanidad que destila, por el sentido del encuentro gracias a la amistad, por la vivencia del rito, del crear lazos para preparar el corazón. Siempre encontramos que en el cristianismo está la plenitud de la humanidad, de lo que nuestro corazón anhela: nuestros ritos, nuestras ceremonias, nos hablan del “tiempo” de Dios, todo ello hace que la eternidad de Dios irrumpa en la temporalidad de nuestro diario vivir. 

Y pienso ahora concretamente en una costumbre muy significativa y de gran ayuda para vivir este tiempo: la corona o guirnalda de Adviento, que es el primer anuncio de la Navidad. Lo sabemos “La Corona de Adviento” tiene su origen en las costumbres pre-cristianas de los germanos, (Alemania), por tanto en una tradición pagana europea. Durante el frío y la oscuridad de diciembre, colectaban coronas de ramas verdes y encendían fuegos como señal de esperanza en la venida de la primavera que consistía en prender velas durante el invierno para representar al fuego del dios sol, para que regresara con su luz y calor durante el invierno. El círculo es un símbolo universal relacionado con el ciclo ininterrumpido de las estaciones, mientras que las hojas perennes y las velas encendidas significan la persistencia de la vida en mitad del duro y oscuro invierno. Los primeros testigos de Jesucristo aprovecharon esta tradición para evangelizar a las personas. Partían de sus costumbres para enseñarles la fe católica. Otro ejemplo más de la cristianización de la cultura. Lo viejo ahora toma un nuevo y pleno contenido en Cristo. Los cristianos supieron apreciar la enseñanza de Jesús: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida”. La luz que prendemos en la oscuridad del invierno nos recuerda a Cristo que vence la oscuridad. Nosotros, unidos a Jesús también somos luz: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte”.

El círculo es una figura geométrica perfecta que no tiene ni principio ni fin. La corona de adviento tiene forma de círculo para recordarnos que Dios no tiene principio ni fin, reflejando su unidad y eternidad, su tiempo, su presencia. Nos ayuda también a pensar en los miles de años de espera desde Adán hasta Cristo y en la segunda y definitiva venida; nos concientiza que de Dios venimos y a Él vamos a regresar. El follaje verde perenne representa que Cristo está vivo entre nosotros, además su verde color nos recuerda la esperanza en la que debemos vivir intensamente el adviento. Las cuatro velas representan los cuatro domingos, y no entro en la variedad de posibilidades de los colores de las cuatro velas. Lo importante: la luz de las velas simboliza la luz de Cristo que anhela nuestro corazón y nos permite ver tanto nuestro interior, como el mundo. Las manzanas rojas, que a veces adornan la corona, representan los frutos del jardín del Edén con Adán y Eva que trajeron el pecado al mundo pero recibieron también la promesa del Salvador Universal. El listón rojo: representa nuestro amor a Dios y el amor de Dios que nos envuelve. Crear lazos que preparen el corazón y nos hablen del tiempo y del encuentro con Dios.

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